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    Mensaje por Maria Lua Sáb 11 Jun 2022, 16:05

    Es fatal, porque una no cría a los hijos para una misma, nosotros los criamos para ellos mismos. Cuando me quede sola, estaré siguiendo el destino de todas las mujeres.
    Siempre me quedará amar. Escribir es algo tremendamente fuerte pero que me puede traicionar y abandonar: puedo un día sentir que ya escribí lo que es mi parte en este mundo y que debo aprender también a parar. En escribir no tengo ninguna garantía.


    Revelaciones de un mundo


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    Mensaje por Maria Lua Jue 16 Jun 2022, 17:51

    EL GRITO






    Sé que lo que escribo aquí no se puede llamar crónica ni columna ni nota. Pero sé que hoy es un grito. ¡Un grito de cansancio! ¡Estoy cansada! Es obvio que mi amor por el mundo nunca impidió guerras ni muertes. Amar nunca impidió que por dentro yo llorase lágrimas de sangre. Ni impidió separaciones mortales. Los hijos dan mucha alegría. Pero también tengo dolores de parto todos los días. El mundo me falló, yo le fallé al mundo. Por lo tanto no quiero amar más. ¿Qué me queda? Vivir automáticamente hasta que la muerte natural llegue. Pero sé que no puedo vivir automáticamente: necesito amparo y amparo del amor.


    Recibí amor. Dos personas adultas quisieron que yo fuese su madrina. Y tengo un ahijado de bautismo: es Cássio, hijo de Maria Bonomi y de Antunes Filho. Y me ofrecí para ser madrina suplente de una joven que quiere mi amor. De ella es la carta que sigue, de Río: «Sabes, ayer me desperté vivaz. Y fue así porque vi un montón de cosas siempre vistas y nunca vistas, amé el movimiento de la vida, sabes cómo es, un día en que una tiene ojos para ver. Y fue tan lindo que te di mi día. El regalo es medio insignificante para la linda tan linda gente que me mandaste (voy a conversar con ella cuando esté sola), pero fue tan bonito y grande y claro. Hoy soy la misma pesada de siempre, que no sabe telefonear ni decir que quiere a su madrina».


    Lo más curioso de las dos ahijadas adultas que tengo —una completamente distinta de la otra— lo más curioso es que soy yo quien ha sido ayudada por ellas. ¿Qué será lo que les di al grado de que me quieran como madrina?


    Volviendo a mi cansancio, estoy cansada de que tanta gente me encuentre simpática. Quiero a los que me encuentran antipática porque con ésos tengo afinidad: tengo profunda antipatía por mí.


    ¿Qué haré de mí? Casi nada. No voy a escribir más libros. Porque si escribiera diría mis verdades tan duras que serían difíciles de soportar por mí y por los otros. Hay un límite en ser. Ya llegué a ese límite.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 16 Jun 2022, 17:51

    DECLARACIÓN DE AMOR






    Ésta es una confesión de amor: amo la lengua portuguesa. No es ella fácil. No es maleable. Y, como no fue profundamente trabajada por el pensamiento, su tendencia es la de no tener sutilezas y reaccionar a veces con un verdadero puntapié contra los que temerariamente osan transformarla en un lenguaje de sentimiento y vigilancia. Y de amor. La lengua portuguesa es un verdadero desafío para quien escribe. Sobre todo para quien escribe quitando de las cosas y las personas la primera capa de superficialidad.


    A veces ella reacciona ante un pensamiento más complicado. A veces se asusta con lo imprevisible de una frase. Me gusta manejarla —como me gustaba estar montada en un caballo y guiarlo con las riendas, a veces lentamente, a veces al galope.


    Yo quería que la lengua portuguesa alcanzase lo máximo en mis manos. Y este deseo todos los que escriben lo tienen. Un Camões y otros iguales no bastaron para darnos para siempre una herencia de lengua ya hecha. Todos nosotros que escribimos estamos haciendo del túmulo del pensamiento algo que le dé vida.


    Estas dificultades, nosotros las tenemos. Pero no hablé del encantamiento de lidiar con una lengua que no fue profundizada. Lo que recibí de herencia no me llega.


    Si yo fuera muda, y tampoco pudiera escribir, y me preguntaran a qué lengua querría pertenecer, diría: al inglés, que es preciso y bello. Pero como no nací muda y pude escribir, se volvió absolutamente claro para mí que lo que yo quería realmente era escribir en portugués. Y hasta habría querido no haber aprendido otras lenguas: sólo para que mi abordaje del portugués fuera virgen y límpido.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 16 Jun 2022, 17:52

    ¿CÓMO SE ESCRIBE?






    Cuando no estoy escribiendo, yo simplemente no sé cómo se escribe. Y si no sonara infantil y falsa esta pregunta que es de las más sinceras, yo elegiría a un amigo escritor y le preguntaría: ¿cómo se escribe?


    Porque, realmente, ¿cómo se escribe? ¿Qué se dice? ¿Cómo se dice? Y ¿cómo se empieza? Y ¿qué se hace con el papel en blanco que nos enfrenta tranquilo?


    Sé que la respuesta, por más que intrigue, es esta única: escribiendo. Soy la persona que más se sorprende al escribir. Y todavía no me habitué a que me llamen escritora. Porque, salvo las horas en que escribo, no sé en absoluto escribir. ¿Será que escribir no es un oficio? ¿No hay aprendizaje, entonces? ¿Qué es? Sólo me consideraré escritora el día en que yo diga: sé cómo se escribe.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 16 Jun 2022, 17:56

    En el Jornal do Brasil y otros medios



    Las crónicas de Clarice Lispector




    Una de las facetas más prolíficas de Clarice Lispector fue la redacción de crónicas para diarios y revistas a partir de los 60. Así, sus columnas y textos de los más diversos asuntos, pero relacionados con sus temas de escritora, fueron apareciendo en el Jornal do Brasil y ültima Hora, entre otros. El volumen Todas las crónicas del Fondo de Cultura Económica las reúne, incluyendo 120 textos inéditos en formato de libro.





    Escribió Clarice:



    "Me preguntaron una vez cuál fue el primer libro de mi vida. Prefiero hablar del primer libro de cada una de mis vidas. Busco en la memoria y tengo la sensación casi física en las manos al retener aquella preciosidad: un libro delgadísimo que contaba la historia del Patito feo y de la lámpara de Aladino. Leía y releía las dos historias, los niños no tienen eso de solo leer una vez: los niños casi se aprenden de memoria las historias y, aún así, casi sabiéndolas de memoria, las releen con gran parte de la excitación de la primera vez. La historia del patito que era feo en medio de los otros bonitos, pero cuando creció se reveló el misterio: él no era un pato, sino un bello cisne. Esa historia me hizo meditar mucho, y me identifiqué con el sufrimiento del patito feo -¿quién sabe si yo era un cisne?



    En cuanto a Aladino, soltaba mi imaginación hacia las lejanías de lo imposible en el que creía: lo imposible en aquella época estaba a mi alcance. La idea del genio que decía: pídeme lo que quieras, soy tu ciervo –eso me hacía caer en devaneos-. Callada en mi rincón, pensaba si algún día un genio me diría: “Pídeme lo que quieras”. Pero desde entonces se revelaba que soy de aquellos que tienen que usar sus propios recursos para tener lo que quieren, cuando lo logran.




    Tuve varias vidas. En otras de mis vidas, mi libro sagrado fue prestado porque era muy caro: Las travesuras de Naricita. Ya conté el sacrificio de humillaciones y perseverancias por el cual pasé, pues, ya lista para leer a Monteiro Lobato, el libro grueso pertenecía a una niña cuyo padre tenía una librería. 


    La niña gorda y muy pecosa se había vengado volviéndose sádica y, al descubrir lo que representaba para mí leer aquel libro, hizo un juego de “mañana vente a mi casa que te lo presto”. Cuando iba, con el corazón literalmente latiendo de alegría, me decía: “Hoy no te lo puedo prestar, vente mañana”.


     Después de aproximadamente un mes de vente mañana, lo que yo, aunque altiva como era, recibía con humildad para que la niña no me cortara de una vez la esperanza, la madre de aquel primer pequeño monstruo de mi vida notó lo que pasaba, y un poco horrorizada con su propia hija, le ordenó que en aquel mismo instante me prestara el libro. No lo leí de corrido: lo leí poco a poco, algunas páginas cada vez para que no se gastara. Creo que fue el libro que me dio más alegrías en aquella vida.




    En otra vida que tuve, era socia de una biblioteca popular por suscripción. Sin guía, elegía los libros por los títulos. Y he aquí que elegí un día un libro llamado El lobo estepario, de Hermann Hesse. El título me agradó, pensé que se trataba de aventuras tipo Jack London. El libro, que leía cada vez más deslumbrada, era de aventuras, sí, pero de otras aventuras. 


    Y yo, que ya escribía pequeños cuentos, de los trece a los catorce años fui fertilizada por Hermann Hesse y empecé a escribir un largo cuento imitándolo: el viaje interior me fascinaba. Había entrado en contacto con la gran literatura.




    En otra vida que tuve, a los quince años, con el primer dinero que gané por un trabajo mío, entré altiva, porque tenía dinero, en una librería que me pareció el mundo donde me gustaría vivir. Hojeé casi todos los libros de los escaparates, leía algunas líneas y pasaba a otro. Y de repente, uno de los libros que abrí contenía frases tan diferentes que me quedé leyendo, cautivada, allí mismo. 


    Emocionada, pensaba: ¡pero es que este libro soy yo! Y, conteniendo un estremecimiento de profunda emoción, lo compré. Solo después supe que la autora no era anónima. Al contrario, era considerada uno de los mejores escritores de su época: Katherine Mansfield."






    ( continua)
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    Mensaje por Maria Lua Dom 19 Jun 2022, 14:44

    Clarice Lispector
    (Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)


    La imitación de la rosa
    (“A imitação da rosa”)
    Laços de família (1960)


          Antes de que Armando volviera del trabajo la casa debería estar arreglada, y ella con su vestido marrón para atender al marido mientras él se vestía, y entonces saldrían tranquilamente, tomados del brazo como antaño. ¿Desde cuándo no hacían eso?
           Pero ahora que ella estaba nuevamente «bien», tomarían el autobús, ella miraría por la ventanilla como una esposa, su brazo en el de él, y después cenarían con Carlota y Juan, recostados en la silla con intimidad. ¿Desde hacía cuánto tiempo no veía a Armando recostarse con confianza y conversar con un hombre? La paz de un hombre era, olvidado de su mujer, conversar con otro hombre sobre lo que aparecía en los diarios. 


    Mientras tanto, ella hablaría con Carlota sobre cosas de mujeres, sumisa a la voluntad autoritaria y práctica de Carlota, recibiendo de nuevo la desatención y el vago desprecio de la amiga, su rudeza natural, y no más aquel cariño perplejo y lleno de curiosidad, viendo, en fin, a Armando olvidado de la propia mujer. Y ella misma regresando reconocida a su insignificancia. Como el gato que pasa la noche fuera y, como si nada hubiera sucedido, encuentra, sin ningún reproche, un plato de leche esperándolo. Felizmente, las personas la ayudaban a sentir que ahora estaba «bien». 


    Sin mirarla, la ayudaban activamente a olvidar, fingiendo ellas el olvido, como si hubiesen leído las mismas indicaciones del mismo frasco de remedio. O habían olvidado realmente, quién sabe. ¿Desde hacía cuánto tiempo no veía a Armando recostarse con abandono, olvidado de ella? ¿Y ella misma?
           Interrumpiendo el arreglo del tocador, Laura se miró al espejo: ¿ella misma, desde hacía cuánto tiempo? Su rostro tenía una gracia doméstica, los cabellos estaban sujetos con horquillas detrás de las orejas grandes y pálidas. Los ojos marrones, los cabellos marrones, la piel morena y suave, todo daba a su rostro ya no muy joven un aire modesto de mujer.


     ¿Acaso alguien vería, en esa mínima punta de sorpresa que había en el fondo de sus ojos, alguien vería, en ese mínimo punto ofendido, la falta de los hijos que nunca había tenido?
           Con su gusto minucioso por el método —el mismo que cuando niña la hacía copiar con letra perfecta los apuntes de clase, sin comprenderlos—, con su gusto por el método, ahora, reasumido, planeaba arreglar la casa antes de que la sirvienta saliese de paseo para que, una vez que María estuviera en la calle, ella no necesitara hacer nada más que: 1) vestirse tranquilamente; 2) esperar a Armando, ya lista; 3) ¿qué era lo tercero? ¡Eso es! Era eso mismo lo que haría. Se pondría el vestido marrón con cuello de encaje color crema. Después de tomar su baño. 


    Ya en los tiempos del Sacré Coeur ella había sido muy arregladita y limpia, con mucho gusto por la higiene personal y un cierto horror al desorden. Lo que no había logrado nunca que Carlota, ya en aquel tiempo un poco original, la admirase. La reacción de las dos siempre había sido diferente. Carlota, ambiciosa, siempre riéndose fuerte; ella, Laura, un poco lenta y, por así decir, cuidando de mantenerse siempre lenta; Carlota, sin ver nunca peligro en nada. Y ella cuidadosa.


     Cuando le dieron para leer la Imitación de Cristo, con un ardor de burra ella lo leyó sin entender pero, que Dios la perdonara, había sentido que quien imitase a Cristo estaría perdido; perdido en la luz, pero peligrosamente perdido. Cristo era la peor tentación. Y Carlota ni siquiera lo había querido leer, mintiéndole a la monja que sí lo había leído. Eso mismo. Se pondría el vestido marrón con cuello de encaje verdadero.
           Pero cuando vio la hora recordó, con un sobresalto que le hizo llevarse la mano al pecho, que había olvidado tomar su vaso de leche.
          


     Se encaminó a la cocina y, como si hubiera traicionado culpablemente a Armando y a los amigos devotos, junto al refrigerador bebió los primeros sorbos con una ansiosa lentitud, concentrándose en cada trago con fe, como si estuviera indemnizando a todos y castigándose ella. Como el médico había dicho: «Tome leche entre las comidas, no esté nunca con el estómago vacío, porque eso provoca ansiedad», ella, entonces, aunque sin amenaza de ansiedad, tomaba sin discutir trago por trago, día por día, sin fallar nunca, obedeciendo con los ojos cerrados, con un ligero ardor para que no pudiera encontrar en sí la menor incredulidad. Lo incómodo era que el médico parecía contradecirse cuando, al mismo tiempo que daba una orden precisa que ella quería seguir con el celo de una conversa, también le había dicho:


     «Abandónese, intente todo suavemente, no se esfuerce por conseguirlo, olvide completamente lo que sucedió y todo volverá con naturalidad». Y le había dado una palmada en la espalda, lo que la había lisonjeado haciéndola enrojecer de placer. Pero en su humilde opinión una orden parecía anular a la otra, como si le pidieran comer harina y al mismo tiempo silbar. 


    Para fundirlas en una sola, empezó a usar una estratagema: aquel vaso de leche que había terminado por ganar un secreto poder, y tenía dentro de cada trago el gusto de una palabra renovando la fuerte palmada en la espalda, aquel vaso de leche era llevado por ella a la sala, donde se sentaba «con mucha naturalidad», fingiendo falta de interés, «sin esforzarse», cumpliendo de esta manera la segunda orden. «No importa que yo engorde», pensó, lo principal nunca había sido la belleza.
           


    Se sentó en el sofá como si fuera una visita en su propia casa que, recientemente recuperada, arreglada y fría, recordaba la tranquilidad de una casa ajena. Lo que era muy satisfactorio: al contrario de Carlota, que hiciera de su hogar algo parecido a ella misma, Laura sentía el placer de hacer de su casa algo impersonal; en cierto modo perfecto por ser impersonal.
           Oh, qué bueno era estar de vuelta, realmente de vuelta, sonrió ella satisfecha. Tomando el vaso casi vacío, cerró los ojos con un suspiro de dulce cansancio. Había planchado las camisas de Armando, había hecho listas metódicas para el día siguiente, calculando minuciosamente lo que iba a gastar por la mañana en el mercado, realmente no había parado un solo instante. Oh, qué bueno era estar de nuevo cansada.



           Si un ser perfecto del planeta Marte descendiera y se enterara de que los seres de la Tierra se cansaban y envejecían, sentiría pena y espanto. Sin entender jamás lo que había de bueno en ser gente, en sentirse cansada, en fallar diariamente; sólo los iniciados comprenderían ese matiz de vicio y ese refinamiento de vida.
           Y ella retornaba al fin de la perfección del planeta Marte. Ella, que nunca había deseado otra cosa que ser la mujer de un hombre, reencontraba, grata, su parte diariamente falible. Con los ojos cerrados suspiró agradecida. ¿Cuánto tiempo hacía que no se cansaba? Pero ahora se sentía todos los días casi exhausta y planchaba, por ejemplo, las camisas de Armando, siempre le había gustado planchar y sin modestia podía decir que era una planchadora excelente. 


    Y después, en recompensa, quedaba exhausta. No más aquella atenta falta de cansancio, no más aquel punto vacío y despierto y horriblemente maravilloso dentro de sí. No más aquella terrible independencia. No más la facilidad monstruosa y simple de no dormir ni de día ni de noche —que en su discreción la hiciera súbitamente sobrehumana en relación con un marido cansado y perplejo—. Él, con aquel aire que tenía cuando estaba mudo de preocupación (lo que le daba a ella una piedad dolorida, sí, aun dentro de su despierta perfección, la piedad y el amor), ella sobrehumana y tranquila en su brillante aislamiento, y él, cuando tímido venía a visitarla llevando manzanas y uvas que la enfermera con un encogerse de hombros comía, él haciendo visitas ceremoniosas, como un novio, con un aire infeliz y una sonrisa fija, esforzándose en su heroísmo por comprender, él que la recibiera de un padre y de un sacerdote, que inesperadamente, como un barco tranquilo que se adorna en las aguas, se había tornado sobrehumana.



           Ahora, ya nada de eso. Nunca más. Oh, apenas si había sido una debilidad; el genio era la peor tentación. Pero después ella se había recuperado tan completamente que ya hasta comenzaba otra vez a cuidarse para no incomodar a los otros con su viejo gusto por el detalle. Ella recordaba bien a las compañeras del Sacré Coeur diciéndole: «¡Ya contaste eso mil veces!»; recordaba eso con una sonrisa tímida. Se había recuperado tan completamente; ahora todos los días ella se cansaba, todos los días su rostro decaía al atardecer, y entonces la noche tenía su vieja finalidad, no sólo era la perfecta noche estrellada. Y como a todo el mundo, cada día la fatigaba; como todo el mundo, humana y perecedera. No más aquella perfección. No más aquella cosa que un día se desparramara clara, como un cáncer, en su alma.
           Abrió los ojos pesados de sueño, sintiendo el buen vaso, sólido, en las manos, pero los cerró de nuevo con una confortada sonrisa de cansancio, bañándose como un nuevo rico, en todas sus partículas, en esa agua familiar y ligeramente nauseabunda. Sí, ligeramente nauseabunda; qué importancia tenía, si ella también era un poco fastidiosa, bien lo sabía. Pero al marido no le parecía, entonces qué importancia tenía, si gracias a Dios ella no vivía en un ambiente que exigiera que fuese ingeniosa e interesante, y hasta de la escuela secundaria, que tan embarazosamente exigiera que fuese despierta, se había librado. Qué importancia tenía. En el cansancio —había planchado las camisas de Armando sin contar que también había ido al mercado por la mañana demorándose tanto allí, por ese gusto que tenía de hacer que las cosas rindieran—, en el cansancio había un lugar bueno para ella, un lugar discreto y apagado del que, con bastante embarazo para sí misma y para los otros, una vez saliera. Pero, como iba diciendo, gracias a Dios se había recuperado.



           Y si buscara con mayor fe y amor encontraría dentro del cansancio un lugar todavía mejor, que sería el sueño. Suspiró con placer, tentada por un momento de maliciosa travesura a ir al encuentro del aire tibio que era su respiración ya somnolienta, por un instante tentada a dormitar. «¡Un instante sólo, sólo un momentito!», se pidió, lisonjeada por haber tenido tanto sueño, y lo pedía llena de maña como si pidiera un hombre, lo que siempre le gustaba mucho a Armando.



           Pero realmente no tenía tiempo para dormir ahora, ni siquiera para echarse un sueñito, pensó vanidosa y con falsa modestia; ¡ella era una persona tan ocupada!, siempre había envidiado a las personas que decían «No tuve tiempo»; y ahora ella era nuevamente una persona tan ocupada; iría a comer con Carlota y todo tenía que estar ordenadamente listo, era la primera comida fuera desde que regresara y ella no quería llegar tarde, tenía que estar lista cuando... bien, ya dije eso mil veces, pensó avergonzada. Bastaría decir una sola vez: «No quería llegar tarde»; eso era motivo suficiente: si nunca había soportado sin enorme humillación ser un trastorno para alguien, ahora más que nunca no debería... 


    No, no habrá la menor duda: no tenía tiempo para dormir. Lo que debía hacer moviéndose con familiaridad en aquella íntima riqueza de la rutina —y le mortificaba que Carlota despreciara su gusto por la rutina—, lo que debía hacer era: 1) esperar que la sirvienta estuviera lista; 2) darle dinero para que trajera la carne para mañana; cómo explicar que hasta la dificultad para encontrar buena carne era una cosa buena; 3) comenzar minuciosamente a lavarse y a vestirse, entregándose sin reserva al placer de hacer que el tiempo rindiera. El vestido marrón combinaba con sus ojos y el cuellito de encaje color crema le daba un cierto aire infantil, como de niño antiguo. 


    Y, de regreso a la paz nocturna de Tijuca —no más aquella luz ciega de las enfermeras peinadas y alegres saliendo de fiesta, después de haberla arrojado como a una gallina indefensa en el abismo de la insulina—, de regreso a la paz nocturna de Tijuca, de regreso a su verdadera vida: ella iría tomada del brazo de Armando, caminando lentamente hacia la parada del autobús, con aquellos muslos duros y gruesos que la faja empaquetaba en uno solo transformándola en una «señora distinguida», pero cuando, confundida, ella le decía a Armando que eso provenía de una insuficiencia ovárica, él, que se sentía lisonjeado por los muslos de su mujer, respondía con mucha audacia: «¿Para qué habría querido casarme con una bailarina?», eso era lo que él respondía. 


    Nadie lo diría, pero Armando a veces podía ser muy malicioso, aunque nadie lo diría. De vez en cuando los dos decían lo mismo. Ella explicaba que era a causa de la insuficiencia ovárica. Entonces él decía: «¿Para qué me habría servido estar casado con un bailarina?». A veces él era muy atrevido aunque nadie lo diría. Carlota se habría espantado de haber sabido que ellos también tenían una vida íntima y cosas que no se contaban, pero ella no las diría aunque era una pena no poder contarlas, seguramente Carlota pensaba que ella era sólo una mujer ordenada y común y un poco aburrida, y si ella a veces estaba obligada a cuidarse para no molestar a los otros con detalles, a veces con Armando se descuidaba y era un poco aburrida, cosa que no tenía importancia porque él fingía que escuchaba aunque no oía todo lo que ella contaba, y eso no la amargaba, comprendía perfectamente bien que sus conversaciones cansaban un poco a la gente, pero era bueno poder contarle que no había encontrado carne buena aunque Armando moviera la cabeza y no escuchase, la sirvienta y ella conversaban mucho, en verdad más ella que la sirvienta que a veces contenía su impaciencia y se ponía un poco atrevida. La culpa era suya que no siempre se hacía respetar.



           Pero, como ella iba diciendo, tomados del brazo, bajita y castaña ella y alto y delgado él, gracias a Dios tenía salud. Ella castaña, como oscuramente pensaba que debía ser una esposa. Tener cabellos negros o rubios era un exceso que, en su deseo de acertar, ella nunca había ambicionado. Y en materia de ojos verdes, bueno, le parecía que si tuviera ojos verdes sería como no contarle todo a su marido. No es que Carlota diera propiamente de qué hablar, pero ella, Laura —que si tuviera oportunidad la defendería ardientemente, pero nunca había tenido ocasión—, ella, Laura, estaba obligada contra su gusto a estar de acuerdo en que la amiga tenía una manera extraña y cómica de tratar al marido; oh, no por ser «de igual a igual», pues ahora eso se usaba, pero usted ya sabe lo que quiero decir. 


    Carlos era un poco original, eso ya lo había comentado una vez con Armando y Armando había estado de acuerdo pero sin darle demasiada importancia. Pero, como ella iba diciendo, de marrón con el cuellito..., el devaneo la llenaba con el mismo gusto que le daba al arreglar cajones, hasta llegaba a desarreglarlos para poder acomodarlos de nuevo.
           Abrió los ojos y, como si fuera la sala la que hubiera dormitado y no ella, la sala aparecía renovada y reposada con sus sillones cepillados y las cortinas que habían encogido en el último lavado, como pantalones demasiado cortos y la persona mirara cómicamente sus propias piernas. ¡Oh!, qué bueno era ver todo arreglado y sin polvo, todo limpio por sus propias manos diestras, y tan silencioso, con un jarrón de flores, como una sala de espera, tan respetuosa, tan impersonal. Qué linda era la vida común para ella, que finalmente había regresado de la extravagancia. Hasta un florero. Lo miró.
           —¡Ah!, qué lindas son —exclamó su corazón, de pronto un poco infantil. Eran menudas rosas silvestres que había comprado por la mañana en el mercado, en parte porque el hombre había insistido mucho, en parte por osadía. Las había arreglado en el florero esa misma mañana, mientras tomaba el sagrado vaso de leche de las diez.



           Pero, a la luz de la sala, las rosas estaban en toda su completa y tranquila belleza.
           Nunca vi rosas tan bonitas, pensó con curiosidad. Y como si no acabara de pensar justamente eso, vagamente consciente de que acababa de pensar justamente eso y pasando rápidamente por encima de la confusión de reconocerse un poco fastidiosa, pensó en una etapa más nueva de la sorpresa: «Sinceramente, nunca vi rosas tan bonitas». Las miró con atención. Pero la atención no podía mantenerse mucho tiempo como simple atención, en seguida se transformaba en suave placer, y ella no conseguía ya analizar las rosas, estaba obligada a interrumpirse con la misma exclamación de curiosidad sumisa: ¡Qué lindas son!



           Eran varias rosas perfectas, algunas en el mismo tallo. En cierto momento habían trepado con ligera avidez unas sobre otras, pero después, hecho el juego, tranquilas se habían inmovilizado. Eran algunas rosas perfectas en su pequeñez, no del todo abiertas, y el tono rosado era casi blanco. ¡Hasta parecían artificiales!, dijo sorprendida. Podrían dar la impresión de blancas si estuvieran completamente abiertas, pero con los pétalos centrales envueltos en botón, el color se concentraba y, como el lóbulo de una oreja, se sentía el rubor circular dentro de ellas. ¡Qué lindas son!, pensó Laura sorprendida.
           Pero sin saber por qué estaba un poco tímida, un poco perturbada. ¡Oh!, no demasiado, pero sucedía que la belleza extrema la molestaba.



           Oyó los pasos de la criada sobre el mosaico de la cocina y por el sonido hueco reconoció que llevaba tacones altos; por lo tanto, debía de estar a punto de salir. Entonces Laura tuvo una idea en cierta manera original: ¿por qué no pedirle a María que pasara por la casa de Carlota y le dejase las rosas de regalo?
           Porque aquella extrema belleza la molestaba. ¿La molestaba? Era un riesgo. ¡Oh!, no, ¿por qué un riesgo?, apenas molestaban, era una advertencia, ¡oh!, no, ¿por qué advertencia? María le daría las rosas a Carlota: —Las manda la señora Laura —diría María.
           Sonrió pensativa. Carlota se extrañaría de que Laura, pudiendo traer personalmente las rosas, ya que deseaba regalárselas, las mandara antes de la cena con la sirvienta. Sin hablar de que encontraría gracioso recibir las rosas, le parecería «refinado»...



           —¡Esas cosas no son necesarias entre nosotras, Laura! —diría la otra con aquella franqueza un poco brutal, y Laura diría con un sofocado gritito de arrebatamiento: —¡Oh no, no!, ¡no es por la invitación a cenar!, ¡es que las rosas eran tan lindas que sentí el impulso de ofrecértelas!
           Sí, si en ese momento tuviera valor, sería eso lo que diría. ¿Cómo diría?, necesitaba no olvidarse: diría: —¡Oh, no!, etcétera —y Carlota se sorprendería con la delicadeza de sentimientos de Laura, nadie imaginaría que Laura tuviera también esas ideas. En esa escena imaginaria y apacible que la hacía sonreír beatíficamente, ella se llamaba a sí misma «Laura», como si se tratara de una tercera persona. Una tercera persona llena de aquella fe suya y crepitante y grata y tranquila, Laura, la del cuellito de encaje auténtico, vestida discretamente, esposa de Armando, en fin, un Armando que ya no necesitaba esforzarse en prestar atención a todas sus conversaciones sobre la sirvienta y la carne, que ya no necesitaba pensar en su mujer, como un hombre que es feliz, como un hombre que no está casado con una bailarina.



           —No pude dejar de mandarte las rosas —diría Laura, esa tercera persona tan, pero tan... Y regalar las rosas era casi tan lindo como las propias rosas.
           Y ella quedaría libre de las flores.
           Y, entonces, ¿qué es lo que sucedería? Ah, sí: como iba diciendo, Carlota quedaría sorprendida con aquella Laura que no era inteligente ni buena pero también tenía sus sentimientos secretos. ¿Y Armando? Armando la miraría un poco asustado —¡pues es esencial no olvidar que de ninguna manera él está enterado de que la sirvienta llevó por la tarde las rosas!—, Armando encararía con benevolencia los impulsos de su pequeña mujer, y de noche ellos dormirían juntos.

           Y ella habría olvidado las rosas y su belleza.
           No, pensó de repente, vagamente advertida. Era necesario tener cuidado con la mirada asustada de los otros. Era necesario no dar nunca más motivo de miedo, sobre todo con eso tan reciente. Y, en particular, ahorrarles cualquier sufrimiento de duda. Y que nunca más tuviera necesidad de la atención de los otros, nunca más esa cosa horrible de que todos la miraran mudos, y ella frente a todos. Nada de impulsos.
           Pero al mismo tiempo vio el vaso vacío en la mano y también pensó: «él» dijo que yo no me esfuerce por conseguirlo, que no piense en tomar actitudes solamente para probar que ya estoy...

           —María —dijo entonces al escuchar de nuevo los pasos de la empleada. Y cuando ésta se acercó, le dijo temeraria y desafiante—: ¿Podrías pasar por la casa de la señora Carlota y dejarle estas rosas? Diga así: «Señora Carlota, la señora Laura se las manda». Solamente eso: «Señora Carlota...».
           —Sí, sí... —dijo la sirvienta, paciente. Laura fue a buscar una vieja hoja de papel de China. Después sacó con cuidado las rosas del florero, tan lindas y tranquilas, con las delicadas y mortales espinas. Quería hacer un ramo muy artístico. Y al mismo tiempo se libraría de ellas. Y podría vestirse y continuar su día. Cuando reunió las rositas húmedas en un ramo, alejó la mano que las sostenía, las miró a distancia torciendo la cabeza y entrecerrando los ojos para un juicio imparcial y severo.
           Y, cuando las miró, vio las rosas.
           Y entonces, irreprimible, suave, ella insinuó para sí: no lleves las flores, son muy lindas.

           Un segundo después, muy suave todavía, el pensamiento fue levemente más intenso, casi tentador: no las regales, son tuyas. Laura se asustó un poco: porque las cosas nunca eran suyas.
           Pero esas rosas lo eran. Rosadas, pequeñas, perfectas: lo eran. Las miró con incredulidad: eran lindas y eran suyas. Si consiguiera pensar algo más, pensaría: suyas como hasta entonces nada lo había sido.
           Y podía quedarse con ellas, pues ya había pasado aquella primera molestia que hiciera que vagamente ella hubiese evitado mirar demasiado las rosas.
           ¿Por qué regalarlas, entonces?, ¿lindas y darlas? Entonces, cuando descubres una cosa bella, ¿entonces vas y la regalas? Si eran suyas, se insinuaba ella persuasiva sin encontrar otro argumento además del simple y repetido, que le parecía cada vez más convincente y simple. 


    No iban a durar mucho, ¿por qué darlas entonces mientras estaban vivas? ¿Dar el placer de tenerlas mientras estaban vivas? El placer de tenerlas no significa gran riesgo —se engañó— pues, lo quisiera o no, en breve sería forzada a privarse de ellas, y entonces nunca más pensaría en ellas, pues ellas habrían muerto; no iban a durar mucho, entonces, ¿por qué regalarlas? El hecho de que no duraran mucho le parecía quitarle la culpa de quedarse con ellas, en una oscura lógica de mujer que peca. Pues se veía que iban a durar poco (iba a ser rápido, sin peligro). 


    Y aunque —argumentó en un último y victorioso rechazo de culpa— no fuera de modo alguno ella quien había querido comprarlas, el vendedor había insistido mucho y ella se tornaba siempre muy tímida cuando la forzaban a algo, no había sido ella quien quiso comprar, ella no tenía culpa ninguna. Las miró encantada, pensativa, profunda.
           Y, sinceramente, nunca vi en mi vida cosa más perfecta.

           Bien, pero ella ahora había hablado con María y no tendría sentido volver atrás. ¿Era entonces demasiado tarde?, se asustó viendo las rosas que aguardaban impasibles en su mano. Si quisiera, no sería demasiado tarde... Podría decirle a María: «¡María, resolví que yo misma llevaré las rosas cuando vaya a cenar!». Y, claro, no las llevaría... María no tendría por qué saberlo. Antes de cambiarse de ropa ella se sentaría en el sofá por un momento, sólo por un momento, para mirarlas. Mirar aquel tranquilo desprendimiento de las rosas. Sí, porque ya estaba hecha la cosa, valía más aprovechar, no sería tan tonta de quedarse con la fama y sin el provecho. Eso mismo es lo que haría.
           Pero con las rosas desenvueltas en la mano ella esperaba. No las ponía en el florero, no llamaba a María. Ella sabía por qué. Porque debía darlas. Oh, ella sabía por qué.

           Y también que una cosa hermosa era para ser dada o recibida, no sólo para tenerla. Y, sobre todo, nunca para «ser». Sobre todo nunca se tenía que ser una cosa hermosa. Porque a una cosa hermosa le faltaba el gesto de dar. Nunca se debía quedar con una cosa hermosa, así como guardada dentro del silencio perfecto del corazón. (Aunque si ella no regalaba las rosas, ¿alguien lo descubriría alguna vez?, era horriblemente fácil y al alcance de la mano quedarse con ellas, ¿pues quién iría a descubrirlo? Y serían suyas, y por eso mismo las cosas quedarían así y no se hablaría más de eso...) ¿Entonces?, ¿y entonces?, se preguntó algo inquieta. Entonces, no. Lo que debía hacer era envolverlas y mandarlas, ahora sin ningún placer; envolverlas y, decepcionada, enviarlas; y asustada, quedar libre de ellas. Porque una persona debía tener coherencia, los pensamientos debían tener congruencia: si espontáneamente resolviera cederlas a Carlota, debería mantener la resolución y regalárselas. Porque nadie cambiaba de idea de un momento a otro.

           Pero ¡cualquier persona se puede arrepentir!, se rebeló de pronto. Porque sólo en el momento en que tomó las rosas notó qué lindas eran. ¿O un poco antes? (Y éstas eran suyas.) El propio médico le había dado una palmada en la espalda diciéndole: «No se esfuerce por fingir, usted sabe que está bien», y después de eso la palmada fuerte en la espalda. Así, pues, ella no estaba obligada a tener coherencia, no tenía que probar nada a nadie y se quedaría con las rosas. (Eso mismo, eso mismo ya que éstas eran suyas.) —¿Están listas?
           —Sí, ya están —dijo Laura sorprendida.

           Las miró mudas en su mano. Impersonales en su extrema belleza. En su extrema tranquilidad perfecta de rosas. Aquella última instancia: la flor. Aquella última perfección: la luminosa tranquilidad.
           Como viciosa, ella miraba ligeramente ávida la perfección tentadora de las rosas, con la boca un poco seca las miraba.
           Hasta que, lentamente austera, envolvió los tallos y las espinas en el papel de China. Tan absorta había estado que sólo al extender el ramo preparado notó que ya María no estaba en la sala y se quedó sola con su heroico sacrificio. Vagamente, dolorosamente, las miró, así distantes como estaban en la punta del brazo extendido, y la boca quedó aún más apretada, aquella envidia, aquel deseo, pero ellas son mías, exclamó con gran timidez.

           Cuando María regresó y cogió el ramo, por un pequeño instante de avaricia Laura encogió la mano reteniendo las rosas un segundo más... ¡ellas son tan lindas y son mías, es la primera cosa linda que es mía!, ¡y fue el hombre quien insistió, no fui yo quien las busqué!, ¡fue el destino quien lo quiso!, ¡oh, sólo esta vez!, ¡sólo esta vez y juro que nunca más! (Ella podría, por lo menos, sacar para sí una rosa, nada más que eso: una rosa para sí. Solamente ella lo sabría, y después nunca más, ¡oh, ella se comprometía a no dejarse tentar más por la perfección, nunca más!) Y en el minuto siguiente, sin ninguna transición, sin ningún obstáculo, las rosas estaban en manos de la sirvienta, ¡no en las suyas, como una carta que ya se ha echado en el correo!, ¡no se puede recuperar más ni arriesgar las palabras!, no sirve de nada gritar: ¡no fue eso lo que quise decir! Quedó con las manos vacías pero su corazón obstinado y rencoroso aún decía: «¡Todavía puedes alcanzar a María en las escaleras, bien sabes que puedes arrebatarle las rosas de las manos y robarlas!». Porque quitárselas ahora sería robarlas. ¿Robar lo que era suyo? Eso mismo es lo que haría cualquier persona que no tuviera lástima de las otras: ¡robaría lo que era de ella por derecho propio! ¡Oh, ten piedad, Dios mío! Puedes recuperarlas, insistía con rabia. Y entonces la puerta de la calle golpeó.
           En ese momento la puerta de la calle golpeó.
           Entonces lentamente ella se sentó con tranquilidad en el sofá. Sin apoyar la espalda. Sólo para descansar. No, no estaba enojada, oh, ni siquiera un poco. Pero el punto ofendido en el fondo de los ojos se había agrandado y estaba pensativo. Miró el florero. «Dónde están mis rosas», se dijo entonces muy sosegada.
           Y las rosas le hacían falta. Habían dejado un lugar claro dentro de ella. Si se retira de una mesa limpia un objeto, por la marca más limpia que éste deja, se ve que alrededor había polvo. Las rosas habían dejado un lugar sin polvo y sin sueño dentro de ella. En su corazón, aquella rosa que por lo menos habría podido quedarse sin perjudicar a nadie en el mundo, faltaba. 


    Como una ausencia muy grande. En verdad, como una falta. Una ausencia que entraba en ella como una claridad. Y, también alrededor de la huella de las rosas, el polvo iba desapareciendo. El centro de la fatiga se abría en un círculo que se ensanchaba. Como si ella no hubiera planchado ninguna camisa de Armando. Y en la claridad de las rosas, éstas hacían falta. «Dónde están mis rosas», se quejó sin dolor, alisando los pliegues de la falda.
           Como cuando se exprime un limón en el té oscuro y éste se va aclarando, su cansancio iba aclarándose gradualmente. Sin cansancio alguno, por otra parte. Así como se encienden las luciérnagas. Ya que no estaba cansada, iba a levantarse y vestirse. Era la hora de comenzar.
           Pero, con los labios secos, por un instante trató de imitar por dentro a las rosas. Ni siquiera era difícil.
           Por suerte no estaba cansada. Así podría ir más fresca a la cena. ¿Por qué no poner sobre el cuellito de encaje auténtico el camafeo? Ese que el mayor trajera de la guerra en Italia. Embellecería más el escote. Cuando estuviera lista escucharía el ruido de la llave de Armando en la puerta. Debía vestirse. Pero todavía era temprano. Él se retrasaba por las dificultades del transporte. Todavía era de tarde. Una tarde muy linda.
           Ya no era más de tarde.
           Era de noche. Desde la calle subían los primeros ruidos de la oscuridad y las primeras luces.
           En ese momento la llave entró con facilidad en el agujero de la cerradura.
           Armando abriría la puerta. Apretaría el botón de la luz. Y de pronto en el marco de la puerta se recortaría aquel rostro expectante que él trataba de disfrazar pero que no podía contener. Después su respiración ansiosa se transformaría en una sonrisa de gran alivio. Aquella sonrisa embarazada de alivio que él jamás sospechaba que ella advertía. Aquella libido que probablemente, con una palmada en la espalda, le habían aconsejado a su pobre marido que ocultara. Pero que para el corazón tan lleno de culpa de la mujer había sido cada día la recompensa por haber dado de nuevo a aquel hombre la alegría posible y la paz, consagrada por la mano de un sacerdote austero que apenas permitía a los seres la alegría humilde, y no la imitación de Cristo.
           La llave giró en la cerradura, la figura oscura y precipitada entró, la luz inundó con violencia la sala.
           Y en la misma puerta se destacó él con aquel aire ansioso y de súbito paralizado, como si hubiera corrido leguas para no llegar demasiado tarde. Ella iba a sonreír. Para que él borrara la ansiosa expectativa del rostro, que siempre venía mezclada con la infantil victoria de haber llegado a tiempo para encontrarla aburrida, buena y diligente, a ella, su mujer. Ella iba a sonreír para que de nuevo él supiera que nunca más correría el peligro de llegar tarde. Había sido inútil recomendarles que nunca hablaran de aquello: ellos no hablaban pero habían logrado un lenguaje del rostro donde el miedo y la desconfianza se comunicaban, y pregunta y respuesta se telegrafiaban, mudas. Ella iba a sonreír. Se estaba demorando un poco, sin embargo, iba a sonreír.
           Calma y suave, dijo:
           —Volviste, Armando. Volviste.
           Como si nunca fuera a entender, él mostró un rostro sonriente, desconfiado. Su principal trabajo era retener el aliento ansioso por su carrera en las escaleras, ya que ella estaba allí, sonriéndole. Como si nunca fuera a entender.
           —Volví, y qué —dijo finalmente en tono expresivo.
           Pero, mientras trataba de no entender jamás, el rostro cada vez más vacilante del hombre ya había entendido sin que se le hubiera alterado un rasgo. Su trabajo principal era ganar tiempo y concentrarse en retener la respiración. Lo que, de pronto, ya no era difícil. Pues inesperadamente él percibía con horror que la sala y la mujer estaban tranquilas y sin prisa. Pero desconfiando todavía, como quien fuese a terminar por dar una carcajada al comprobar el absurdo, él se obstinaba, sin embargo, en mantener el rostro torcido, mirándola en guardia, casi enemigo. De donde comenzaba a no poder impedir verla sentada con las manos cruzadas en el regazo, con la serenidad de la luciérnaga que tiene luz.
           En la mirada castaña e inocente el embarazo vanidoso de no haber podido resistir.
           —Volví, y qué —dijo él de repente, con dureza.



           —No pude impedirlo —dijo ella, y en su voz había la última piedad por el hombre, la última petición de perdón que ya venía mezclada a la altivez de una soledad casi perfecta—. No pude impedirlo —repitió entregándole con alivio la piedad que ella consiguiera con esfuerzo guardar hasta que él llegara—. Fue por las rosas —dijo con modestia.
           Como si fuese para retratar aquel instante, él mantuvo aún el mismo rostro ausente, como si el fotógrafo le pidiera solamente un rostro y no un alma. Abrió la boca e involuntariamente por un instante la cara tomó la expresión de cómico desprendimiento que él había usado para esconder la vergüenza cuando le pidiera un aumento al jefe. Al instante siguiente, desvió los ojos con vergüenza por la falta de pudor de su mujer que, suelta y serena, allí estaba.

           Pero de pronto la tensión cayó. Sus hombros se bajaron, los rasgos del rostro cedieron y una gran pesadez lo relajó. Él la observó, envejecido, curioso.
           Ella estaba sentada con su vestido de casa. Él sabía que ella había hecho lo posible para no tornarse luminosa e inalcanzable. Con timidez y respeto, él la miraba. Envejecido, cansado, curioso. Pero no tenía nada que decir. Desde la puerta abierta veía a su mujer que estaba sentada en el sofá, sin apoyar las espaldas, nuevamente alerta y tranquila como en un tren. Que ya partiera.



    Laços de família (1960)



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    Mensaje por Maria Lua Lun 20 Jun 2022, 09:03

    ¿Y qué era lo que hacía con la rosa? Eso hacía: ella era mía.
    La llevé a mi casa, la coloqué en una copa de agua, donde quedó soberana, de pétalos gruesos y aterciopelados, con varios matices de rosa-té. En su centro el color se concentraba más y su corazón casi parecía bermejo.
    Fue tan bueno.
    Fue tan bueno que simplemente pasé a robar rosas. El proceso era siempre el mismo: la niña vigilando, yo entrando, yo quebrando el tallo y huyendo con la rosa en mi mano. Siempre con el corazón batiendo y siempre con aquella gloria que nadie me sacaba.


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    Mensaje por Maria Lua Lun 20 Jun 2022, 09:04

    La mayoría de las personas están muertas y no lo saben, o están vivas con charlatanismo. Y el amor, en vez de darse, se exige. Y quienes nos quieren desean que seamos eso que ellos necesitan. Mentir da remordimiento. Y no mentir es un don que el mundo no merece. Y ni siquiera puedo hacer lo que una niña semiparalítica hizo como venganza: romper un jarrón. No soy semiparalítica. Aunque algo me diga que somos todos semiparalíticos. Y se muere, sin siquiera una explicación.

    Revelación de un mundo


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    Mensaje por Maria Lua Lun 20 Jun 2022, 09:06

    Miraba a las personas con insistencia, procurando fijar en aquellas figuras mutables su placer todavía húmedo de lágrimas por la madre. Se desvió de los carros, consiguió aproximarse al bus burlando la cola, mirando con ironía; nada impedía que esa pequeña mujer, que andaba bamboleando los cuadriles, subiese otro misterioso peldaño en sus días.


    Lazos de familia


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    Mensaje por Maria Lua Lun 20 Jun 2022, 09:08

    “Pienso y siento en portugués, y sólo esta laboriosa y terrible lengua me satisfará. Nuestro lenguaje - que aún está en ciernes, que al ser traducido necesita (para cada palabra) dos o tres palabras que expliquen su significado vivo, y que se nutre del presente mucho más, incluso, que de la tradición - requiere que el escritor se trabaje a sí mismo como persona para poder elaborarlo. El lenguaje revela gradualmente un lenguaje que llamamos literatura y que yo llamo el lenguaje de la vida.” 




    ( en una entrevista)


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    Mensaje por Maria Lua Lun 20 Jun 2022, 09:10

    En la crónica “Pertenecer” (15 de junio de 1968), Clarice Lispector escribe:




    “Casi consigo verme en la cuna, casi consigo reproducir en mí la vaga y a la vez apremiante sensación de necesitar pertenecer. Por razones que ni mi madre ni mi padre podían controlar, nací y me encontré sólo nacida. Sin embargo, he sido preparada para venir al mundo de una bella manera. Mi madre ya estaba enferma, y según una superstición muy extendida tener un hijo curaba a una mujer de una enfermedad. Así que fui procreada deliberadamente: con amor y esperanza. Salvo que no curé a mi madre. Y aún hoy siento el peso de esa falta: fui hecha para una misión deliberada y fallé. Como si se contara conmigo en las trincheras de una guerra y yo desertara. Sé que mis padres me perdonaron por haber nacido en vano y por haberlos traicionado en su gran esperanza. Pero yo no me perdono. Hubiera querido simplemente un milagro: nacer y curar a mi madre. Entonces sí, habría pertenecido a mi padre y a mi madre. Ni siquiera podía confiarle a alguien esta clase de soledad de no pertenecer, porque, como un desertor, guardaba el secreto de mi huida, que me avergonzaba revelar.”


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    Mensaje por Maria Lua Lun 20 Jun 2022, 09:11

    “Sólo los que le temen a su propia animalidad no quieren a los animales. Es mágica la manera en que mi perro y yo nos entendemos sin palabras: nuestros ojos se cruzan y ocurre un entendimiento que es incomprensible para mi conciencia y la suya; hay un entendimiento que es nuestro, pero que nos sobrepasa y que no comprendemos. Pero existe. Me cansé de tanto no creer nunca, y de no creer y no creer. Al final cedí. Creo. Si no, ¿qué remedio? para ayudar a vivir. Creo hasta en nuestros demonios internos. Simplemente empecé a creer lo que hasta ahora había negado con mi razonamiento. Hasta que la infancia perdida irrumpió de golpe en la mujer adulta. Y entonces, de repente, los milagros ocurren. [...] Detrás de una cosa siempre hay otra cosa que tiene detrás otra cosa que... ¿De manera que llego al interior del átomo? ¿O por fin llegaré a la energía primaria que me engendró?”


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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    Mensaje por Maria Lua Lun 20 Jun 2022, 18:58

    "El lenguaje se las arregla torpemente con esta conciencia como una vasija rota, aprovechando el momento que se atraviesa o que te atraviesa como un rayo o como un auto. Entonces todo empieza a moverse y hay que prestar atención a esas nadas que se desvelan. Pero el momento no se anuncia. Simplemente está ahí. Estas criaturas un poco al margen, vacilantes, avanzan sin dejar de tocar, en su progresión, lo esencial. Presienten que el mundo está atrapado en una red de relaciones múltiples. No siempre tan libres como se quisiera, pero aspirando a una libertad.
    Y canto un aleluya al aire como lo hace el pájaro. Y mi canto no es de nadie. […] Y que se rebele, ese nervio de vida, y que se retuerza y lata. Y que se derramen zafiros, amatistas y esmeraldas en el oscuro erotismo de la vida plena; porque en mi oscuridad tiembla por fin el gran topacio, la palabra que tiene luz propia"



     (Agua viva, 1973). 


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    Mensaje por Maria Lua Lun 20 Jun 2022, 19:02

    "Uma das coisas que aprendi é que se deve viver apesar de. Apesar de, se deve comer. Apesar de, se deve amar. Apesar de, se deve morrer. Inclusive muitas vezes é o próprio apesar de que nos empurra para a frente. Foi o apesar de que me deu uma angústia que insatisfeita foi a criadora de minha própria vida. Foi apesar de que parei na rua e fiquei olhando para você enquanto você esperava um táxi. E desde logo desejando você, esse teu corpo que nem sequer é bonito, mas é o corpo que eu quero. Mas quero inteira, com a alma também. Por isso, não faz mal que você não venha, esperarei quanto tempo for preciso." 



    — Clarice Lispector, em “Uma aprendizagem ou o livro dos prazeres”. Rio de Janeiro: Rocco, 1998.


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    Mensaje por Maria Lua Lun 20 Jun 2022, 19:06

    Se quedó de pie, escuchando con tranquila dulzura los zapatos de ellos en fuga. La acera era hueca o los zapatos eran huecos o ella misma era hueca. En el hueco de los zapatos de ellos oía atenta el miedo de los dos. El sonido golpeaba nítido sobre las baldosas como si golpearan a la puerta sin parar y ella esperase que desistieran. Tan nítida en la desnudez de la piedra que el zapateado no parecía distanciarse: estaba allí a sus pies, como un zapateado victorioso. De pie, ella no tenía por dónde sostenerse sino por los oídos.
           La sonoridad no la desalentaba, el alejamiento le era transmitido por una celeridad cada vez más precisa de los tacones. Los tacones no sonaban más sobre la piedra, sonaban en el aire como castañuelas cada vez más delicadas. Después advirtió que hacía mucho que no escuchaba ningún sonido.



    ( en Preciosidad)


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    Mensaje por Maria Lua Lun 20 Jun 2022, 19:08

    Clarice Lispector
    (Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)



    Ruido de pasos

    (“Ruído de passos”)
    A via crucis do corpo (1974)


          Tenía ochenta y un años de edad. Se llamaba doña Cándida Raposo.
           Esa señora tenía el deseo irresistible de vivir. El deseo se acentuaba cuando iba a pasar los días en una hacienda: la altitud, lo verde de los árboles, la lluvia, todo eso la acicateaba. Cuando oía a Liszt se estremecía toda. Había sido bella en su juventud. Y le llegaba el deseo cuando olía profundamente una rosa.
           Pues ocurrió con doña Cándida Raposo que el deseo de placer no había pasado.
           Tuvo, en fin, el gran valor de ir al ginecólogo. Y le preguntó avergonzada, con la cabeza baja: —¿Cuándo se pasa esto?
           —¿Pasa qué, señora?
           —Esta cosa.
           —¿Qué cosa?
           —La cosa, repitió. El deseo de placer —dijo finalmente.
           —Señora, lamento decirle que no pasa nunca.
           Lo miró sorprendida.
           —¡Pero yo tengo ochenta y un años de edad!
           —No importa, señora. Eso es hasta morir.
           —Pero ¡esto es el infierno!—Es la vida, señora Raposo.
           Entonces, ¿la vida era eso?, ¿esa falta de vergüenza?
           —¿Y qué hago ahora? Ya nadie me quiere...
           El médico la miró con piedad.
           —No hay remedio, señora.
           —¿Y si yo pagara?
           —No serviría de nada. Usted tiene que acordarse de que tiene ochenta y un años de edad.
           —¿Y... si yo me las arreglo solita? ¿Entiende lo que le quiero decir?
           —Sí —dijo el médico—. Puede ser el remedio.
           Salió del consultorio. La hija la esperaba abajo, en el coche. Cándida Raposo había perdido un hijo en la guerra. Era un soldado de la fuerza expedicionaria brasileña en la Segunda Guerra Mundial. Tenía ese intolerable dolor en el corazón: el de sobrevivir a un ser adorado.
           Esa misma noche se dio una ayuda y solitaria se satisfizo. Mudos fuegos de artificio. Después lloró. Tenía vergüenza. De ahí en adelante utilizaría el mismo proceso. Siempre triste. Así es la vida, señora Raposo, así es la vida. Hasta la bendición de la muerte.
           La muerte.
           Le pareció oír ruido de pasos. Los pasos de su marido Antenor Raposo.


    A via crucis do corpo (1974)


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    Mensaje por Maria Lua Mar 21 Jun 2022, 23:43

    "La lluvia tampoco da las gracias. No hay nada que agradecer por haberse transformado en otra. Soy una mujer, soy una persona, soy una atención, soy un cuerpo mirando por la ventana. Del mismo modo, la lluvia no está agradecida por no ser una piedra. Ella es la lluvia. Tal vez sea eso lo que se podría llamar estar vivo. No es más que esto, sólo esto: vivo. Y sólo vivo de una alegría mansa."


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    Mensaje por Maria Lua Lun 27 Jun 2022, 22:45

    Não pense que a pessoa tem tanta força assim a ponto de levar qualquer espécie de vida e continuar a mesma. Até cortar os defeitos pode ser perigoso - nunca se sabe qual o defeito que sustenta nosso edifício inteiro...há certos momentos em que o primeiro dever a realizar é em relação a si mesmo. Quase quatro anos me transformaram muito. Do momento em que me resignei, perdi toda a vivacidade e todo interesse pelas coisas. Você já viu como um touro castrado se transforma em boi. Assim fiquei eu...Para me adaptar ao que era inadaptável, para vencer minhas repulsas e meus sonhos, tive que cortar meus grilhões - cortei em mim a forma que poderia fazer mal aos outros e a mim. E com isso cortei também a minha força. Ouça: respeite mesmo o que é ruim em você - respeite sobretudo o que imagina que é ruim em você - não copie uma pessoa ideal, copie você mesma - é esse seu único meio de viver. Juro por Deus que, se houvesse um céu, uma pessoa que se sacrificou por covardia ia ser punida e iria para um inferno qualquer. Se é que uma vida morna não é ser punida por essa mesma mornidão. Pegue para você o que lhe pertence, e o que lhe pertence é tudo o que sua vida exige. Parece uma vida amoral. Mas o que é verdadeiramente imoral é ter desistido de si mesma. Gostaria mesmo que você me visse e assistisse minha vida sem eu saber. Ver o que pode suceder quando se pactua com a comodidade da alma." - 


    Clarice Lispector, em carta. Berna – Suiça, 1947.


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    Mensaje por Maria Lua Lun 27 Jun 2022, 22:47

    "Agora sei: sou só. Eu e minha liberdade que não sei usar. Grande responsabilidade da solidão. Quem não é perdido não conhece a liberdade e não a ama. 

    — Clarice Lispector, em “Água viva”. Rio de Janeiro: Rocco, 2009.


    "Ao mesmo tempo que ousava desvelar as profundezas de sua alma em seus escritos, Clarice Lispector costumava evitar declarações excessivamente íntimas nas entrevistas que concedia, tendo afirmado mais de uma vez que jamais escreveria uma autobiografia. Contudo, nas crônicas que publicou no Jornal do Brasil entre 1967 e 1973, deixou escapar de tempos em tempos confissões que, devidamente pinçadas, permitem compor um auto-retrato bastante acurado, ainda que parcial. Isto porque Clarice por inteiro só os verdadeiramente íntimos conheceram e, ainda assim, com detalhes ciosamente protegidos por zonas de sombra. A verdade é que a escritora, que reconhecia com espanto ser um mistério para si mesma, continuará sendo um mistério para seus admiradores, ainda que os textos confessionais aqui coligidos possibilitem reveladores vislumbres de sua densa personalidade." 

    - Pedro Karp Vasquez ([Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo])


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    Mensaje por Maria Lua Mar 28 Jun 2022, 22:01

    “Sou o que se chama de pessoa impulsiva. Como descrever? Acho que assim: vem-me uma idéia ou um sentimento e eu, em vez de refletir sobre o que me veio, ajo quase que imediatamente. O resultado tem sido meio a meio: às vezes acontece que agi sob uma intuição dessas que não falham, às vezes erro completamente, o que prova que não se tratava de intuição, mas de simples infantilidade.


    Trata-se de saber se devo prosseguir nos meus impulsos. E até que ponto posso controlá-los. [...] Deverei continuar a acertar e a errar, aceitando os resultados resignadamente? Ou devo lutar e tornar-me uma pessoa mais adulta? E também tenho medo de tornar-me adulta demais: eu perderia um dos prazeres do que é um jogo infantil, do que tantas vezes é uma alegria pura. Vou pensar no assunto. E certamente o resultado ainda virá sob a forma de um impulso. Não sou madura bastante ainda. Ou nunca serei.”


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    Mensaje por Maria Lua Mar 28 Jun 2022, 22:02

    “Estou sentindo uma clareza tão grande que me anula como pessoa atual e comum: é uma lucidez vazia, como explicar? assim como um cálculo matemático perfeito do qual, no entanto, não se precise. Estou por assim dizer vendo claramente o vazio. E nem entendo aquilo que entendo: pois estou infinitamente maior do que eu mesma, e não me alcanço. Além do quê: que faço dessa lucidez? Sei também que esta minha lucidez pode-se tornar o inferno humano — já me aconteceu antes. Pois sei que — em termos de nossa diária e permanente acomodação resignada à irrealidade — essa clareza de realidade é um risco. Apagai, pois, minha flama, Deus, porque ela não me serve para viver os dias. Ajudai-me a de novo consistir dos modos possíveis. Eu consisto, eu consisto, amém.”


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    Mensaje por Maria Lua Mar 28 Jun 2022, 22:05

    "Esta é uma confissão de amor: amo a língua portuguesa. Ela não é fácil. Não é maleável. E, como não foi profundamente trabalhada pelo pensamento, a sua tendência é a de não ter sutilezas e de reagir às vezes com um verdadeiro pontapé contra os que temerariamente ousam transformá-la numa linguagem de sentimento e de alerteza. E de amor. A língua portuguesa é um verdadeiro desafio para quem escreve. Sobretudo para quem escreve tirando das coisas e das pessoas a primeira capa de superficialismo."

    — Clarice Lispector, em “A descoberta do mundo”. Rio de Janeiro: Rocco, 1999.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 30 Jun 2022, 17:42

    La cena
    (“O jantar”)
    Originalmente publicado en el periódico A manh (Río de Janeiro, 13 de octubre de 1946);
    Laços de família (1960)





          Él entró tarde en el restaurante. Por cierto, hasta entonces se había ocupado de grandes negocios. Podría tener unos sesenta años, era alto, corpulento, de cabellos blancos, cejas espesas y manos potentes. En un dedo el anillo de su fuerza. Se sentó amplio y firme.
           Lo perdí de vista y mientras comía observé de nuevo a la mujer delgada, la del sombrero. Ella reía con la boca llena y le brillaban los ojos oscuros.
           En el momento en que yo llevaba el tenedor a la boca, lo miré. Ahí estaba, con los ojos cerrados masticando pan con vigor, mecánicamente, los dos puños cerrados sobre la mesa. Continué comiendo y mirando. El camarero disponía los platos sobre el mantel. Pero el viejo mantenía los ojos cerrados. A un gesto más vivo del camarero, él los abrió tan bruscamente que ese mismo movimiento se comunicó a las grandes manos y un tenedor cayó. El camarero susurró palabras amables, inclinándose para recogerlo; él no respondió. Porque, ahora despierto, sorpresivamente daba vueltas a la carne de un lado para otro, la examinaba con vehemencia, mostrando la punta de la lengua —palpaba el bistec con un costado del tenedor, casi lo olía, moviendo la boca de antemano—. Y comenzaba a cortarlo con un movimiento inútilmente vigoroso de todo el cuerpo. En breve llevaba un trozo a cierta altura del rostro y, como si tuviera que cogerlo en el aire, lo cobró con un impulso de la cabeza. Miré mi plato. Cuando lo observé de nuevo, él estaba en plena gloria de la comida, masticando con la boca abierta, pasando la lengua por los dientes, con la mirada fija en la luz del techo. Yo iba a cortar la carne nuevamente, cuando lo vi detenerse por completo.
           Y exactamente como si no soportara más —¿qué cosa?— cogió rápido la servilleta y se apretó las órbitas de los ojos con las dos manos peludas. Me detuve, en guardia. Su cuerpo respiraba con dificultad, crecía. Retira finalmente la servilleta de los ojos y observa atontado desde muy lejos. Respira abriendo y cerrando desmesuradamente los párpados, se limpia los ojos con cuidado y mastica lentamente el resto de comida que todavía tiene en la boca.
           Un segundo después, sin embargo, está repuesto y duro, toma una porción de ensalada con el cuerpo todo inclinado y come, el mentón altivo, el aceite humedeciéndole los labios. Se interrumpe un momento, enjuga de nuevo los ojos, balancea brevemente la cabeza —y nuevo bocado de lechuga con carne engullido en el aire—. Le dice al camarero que pasa:
           —Éste no es el vino que le pedí.
           La voz que esperaba de él: voz sin posibles réplicas, por lo que yo veía que jamás se podría hacer algo por él. Nada, sino obedecerlo.
           El camarero se alejó, cortés, con la botella en la mano.
           Pero he ahí que el viejo se inmoviliza de nuevo como si tuviera el pecho contraído y enfermo. Su violento vigor se sacude preso. Él espera. Hasta que el hambre parece asaltarlo y comienza a masticar con apetito, las cejas fruncidas. Yo sí comencé a comer lentamente, un poco asqueado sin saber por qué, participando también no sabía de qué. De pronto se estremece, llevándose la servilleta a los ojos y apretándolos con una brutalidad que me extasía... Abandono con cierta decisión el tenedor en el plato, con un ahogo insoportable en la garganta, furioso, lleno de sumisión. Pero el viejo se demora con la servilleta sobre los ojos. Esta vez, cuando la retira sin prisa, las pupilas están extremadamente dulces y cansadas, y, antes de que él se las enjugara, vi. Vi la lágrima.
           Me inclino sobre la carne, perdido. Cuando finalmente consigo encararlo desde el fondo de mi rostro pálido, veo que también él se ha inclinado con los codos apoyados sobre la mesa, la cabeza entre las manos. Realmente él ya no soportaba más. Las gruesas cejas estaban juntas. La comida debía de haberse detenido un poco más abajo de la garganta bajo la dureza de la emoción, pues cuando él estuvo en condiciones de continuar hizo un terrible gesto de esfuerzo para engullir y se pasó la servilleta por la frente. Yo no podía más, la carne en mi plato estaba cruda, y yo era quien no podía continuar más. Sin embargo, él comía.
           El camarero trajo la botella dentro de una vasija con hielo. Yo observaba todo, ya sin discriminar: la botella era otra, el camarero de chaqueta, la luz aureolaba la cabeza gruesa de Plutón que ahora se movía con curiosidad, goloso y atento. Por un momento el camarero me tapa la visión del viejo y apenas veo las alas negras de una chaqueta: sobrevolando la mesa, vertía vino tinto en la copa y aguardaba con los ojos ardientes —porque ahí estaba seguramente un señor de buenas propinas, uno de esos viejos que todavía están en el centro del mundo y de la fuerza—. El viejo, engrandecido, tomó un trago, con seguridad, dejó la copa y consultó con amargura el sabor en la boca. Restregaba un labio con otro, restallaba la lengua con disgusto como si lo que era bueno fuera intolerable. Yo esperaba, el camarero esperaba, ambos nos inclinábamos, en suspenso. Finalmente, él hizo una mueca de aprobación. El camarero agachó la cabeza reluciente con sometimiento y gratitud, salió inclinado, y yo respiré con alivio.
           Ahora él mezclaba la carne y los tragos de vino en la gran boca, y los dientes postizos masticaban pesadamente mientras yo espiaba en vano. Nada más sucedía. El restaurante parecía centellear con doble fuerza bajo el titilar de los cristales y cubiertos; en la dura corona brillante de la sala los murmullos crecían y se apaciguaban en una dulce ola, la mujer del sombrero grande sonreía con los ojos entrecerrados, tan delgada y hermosa, el camarero servía con lentitud el vino en el vaso. Pero en ese momento él hizo un gesto.
           Con la mano pesada y velluda, en cuya palma las líneas se clavaban con fatalismo, hizo el gesto de un pensamiento. Dijo con mímica lo más que pudo, y yo, yo sin comprender. Y como si no soportara más, dejó el tenedor en el plato. Esta vez te agarraron bien, viejo. Quedó respirando, agotado, ruidoso. Entonces sujeta el vaso de vino y bebe, los ojos cerrados, en rumorosa resurrección. Mis ojos arden y la claridad es alta, persistente.
           Estoy prisionero del éxtasis, palpitante de náusea. Todo me parece grande y peligroso. La mujer delgada, cada vez más bella, se estremece seria en las luces.
           Él ha terminado. Su rostro se vacía de expresión. Cierra los ojos, distiende los maxilares. Trato de aprovechar ese momento, en que él ya no posee su propio rostro, para finalmente ver. Pero es inútil. La gran forma que veo es desconocida, majestuosa, cruel y ciega. Lo que yo quiero mirar directamente, por la fuerza extraordinaria del anciano, en ese momento no existe. Él no quiere.
           Llega el postre, una crema fundida, y yo me sorprendo por la decadencia de la elección. Él come lentamente, toma una cucharada y observa correr el líquido pastoso. Lo toma todo; sin embargo, hace una mueca y, agrandado, alimentado, aleja el plato. Entonces, ya sin hambre, el gran caballo apoya la cabeza en la mano. La primera señal más clara aparece. El viejo devorador de criaturas piensa en sus profundidades. Pálido, lo veo llevarse la servilleta a la boca. Imagino escuchar un sollozo. Ambos permanecemos en silencio en el centro del salón. Quizás él hubiera comido demasiado aprisa. ¡Porque, a pesar de todo, no perdiste el hambre, eh!, lo instigaba yo con ironía, cólera y agotamiento. Pero él se desmoronaba a ojos vista. Ahora los rasgos parecían caídos y dementes, él balanceaba la cabeza de un lado para otro, sin contenerse más, con la boca apretada, los ojos cerrados, balanceándose, el patriarca estaba llorando por dentro. La ira me asfixiaba. Lo vi ponerse los anteojos y envejecer muchos años. Mientras contaba el cambio, hacía sonar los dientes, proyectando el mentón hacia adelante, entregándose un instante a la dulzura de la vejez. Yo mismo, tan atento había estado a él que no lo vi sacar el dinero para pagar, ni examinar la cuenta, y no había notado el regreso del camarero con el cambio.
           Por fin se quitó las gafas, castañeteó los dientes, se enjugó los ojos haciendo muecas inútiles y penosas. Pasó la mano cuadrada por los cabellos blancos alisándolos con fuerza. Se levantó, asegurándose al borde de la mesa con las manos vigorosas. Y he ahí que, después de liberado de un apoyo, él parecía más débil, aunque todavía era enorme y todavía capaz de apuñalar a cualquiera de nosotros. Sin que yo pudiera hacer nada, se puso el sombrero acariciando la corbata en el espejo. Cruzó el ángulo luminoso del salón, desapareció.
           Pero yo todavía soy un hombre.
           Cuando me traicionaron o me asesinaron, cuando alguien se fue para siempre, cuando perdí lo mejor que me quedaba, o cuando supe que iba a morir... yo no como. No soy todavía esta potencia, esta construcción, esta ruina. Empujo el plato, rechazo la carne y su sangre.




    Laços de família (1960)


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    Mensaje por Maria Lua Jue 30 Jun 2022, 17:44

    "Medo do desconhecido

    Então isso era a felicidade. E por assim dizer sem motivo. De início se sentiu vazia. Depois os olhos ficaram úmidos: era felicidade, mas como sou mortal, como o amor pelo mundo me transcende. O amor pela vida mortal a assassinava docemente, aos poucos. E o que é que eu faço? Que faço da felicidade? Que faço dessa paz estranha e aguda, que já está começando a me doer como uma angústia, como um grande silêncio? A quem dou minha felicidade, que já está começando a me rasgar um pouco e me assusta? Não, não quero ser feliz. Prefiro a mediocridade. Ah, milhares de pessoas não têm coragem de pelo menos prolongar-se um pouco mais nessa coisa desconhecida que é sentir-se feliz e preferem a mediocridade."


    - Clarice Lispector, em “A descoberta do mundo”. Rio de Janeiro: Rocco, 1999.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 30 Jun 2022, 17:47

    Entre aspas

    Quando mexo em papeis antigos, isto significa exteriormente alguma poeira, e interiormente raiva de mim mesma: porque, nunca me convencendo que tenho má memória, copio entre aspas frases ou textos e depois, passado um tempo, como não anotei, pensando que não esqueceria, o nome dos autores, já não sei quem os disse. Por exemplo:
    “Vemos que aqui na terra os opostos se misturam, que um valor positivo se compra ao preço de um valor negativo. E, talvez, a experiência metafísica a mais profunda - a que vem quando o ser toma consciência do absoluto, o que lhe dá estremecimento do sagrado e deixa-o entrever a felicidade, aquela que lhe permite o acesso ao sobrenatural - talvez essa experiência só seja possível quando a alma está tão deslocada que não lhe é mais possível reerguer-se de sua ruína.”
    “O que parece incoerente à fria análise pode às vezes estar carregado de sentido para o coração , e este o entende.”
    “Não se saberia adquirir o conhecimento intuitivo de um outro universo sem sacrificar uma parte do entendimento que nos é necessário no mundo presente.”


    - Clarice Lispector, em “A descoberta do mundo”. Rio de Janeiro: Rocco, 1999.


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    Mensaje por Maria Lua Dom 03 Jul 2022, 16:12

    Su juventud anterior le parecía tan extraña comouna enfermedad de vida. Había emergido de ella muy pronto para descubrir que también sin felicidad sevivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quientrabaja: con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar yaestaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada que muchas veces habíaconfundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, unavida de adulto. Así lo quiso ella y así lo había escogido.



    De "Amor".


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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Jul 2022, 13:24

    Clarice Lispector
    (Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)


    Feliz cumpleaños
    (“Feliz aniversário”)
    Laços de família (1960)


          La familia fue llegando poco a poco. Los que vinieron de Olaria estaban muy bien vestidos porque la visita significaba al mismo tiempo un paseo a Copacabana. La nuera de Olaria apareció vestida de azul marino, con adornos de chaquira y unos pliegues que disimulaban la barriga sin faja. El marido no vino por razones obvias: no quería ver a los hermanos. Pero mandó a la mujer para que no parecieran rotos todos los lazos, y ella vino con su mejor vestido para demostrar que no precisaba de ninguno de ellos, acompañada de sus tres hijos: dos niñas a las que ya les estaba naciendo el pecho, infantilizadas con olanes color rosa y enaguas almidonadas, y el chico acobardado por el traje nuevo y la corbata.
           Zilda —la hija con la que vivía quien cumplía años— había dispuesto sillas unidas a lo largo de las paredes, como en una fiesta en la que se va a bailar, y la nuera de Olaria, después de saludar con la cara adusta a los de la casa, se apoltronó en una de las sillas y enmudeció, la boca apretada, manteniendo su posición de ultrajada. «Vine por no dejar de venir», le dijo a Zilda, sentándose en seguida, ofendida. Las dos chiquillas de color rosa y el chico, amarillos y muy peinados, no sabían muy bien qué actitud tomar y se quedaron de pie al lado de la madre, impresionados con su vestido azul marino y las chaquiras.
           Después vino la nuera de Ipanema con dos nietos y la niñera. El marido llegaría después. Y como Zilda —la única mujer entre los seis hermanos y la única que, como estaba decidido desde hacía años, tenía espacio y tiempo para alojar a la del cumpleaños—, como Zilda estaba en la cocina ultimando con la sirvienta las croquetas y los sándwiches, quedaron: la nuera de Olaria muy dura, con sus hijos de corazón inquieto a su lado; la nuera de Ipanema en la hilera opuesta de las sillas, fingiendo ocuparse del bebé para no encarar a la concuñada de Olaria; la niñera, ociosa y uniformada, con la boca abierta.
           Y a la cabecera de la mesa grande, la del aniversario, que ese día festejaba sus ochenta y nueve años.
           Zilda, la dueña de la casa, había arreglado la mesa temprano, llenándola de servilletas de papel de colores y vasos de cartón alusivos a la fecha, esparciendo globos colgados del techo en algunos de los cuales estaba escrito «¡Happy Birthday!», en otros: «¡Feliz cumpleaños!». En el centro había dispuesto el enorme pastel. Para adelantar el expediente, había arreglado la mesa después del almuerzo, apoyando las sillas contra la pared, y mandó a los chicos a jugar en la casa del vecino para que no la desarreglaran.
           Y, para ganar tiempo, había vestido a la festejada después del almuerzo. Desde ese momento le había puesto la presilla con el broche alrededor del cuello, esparciendo por arriba un poco de colonia para disfrazarle aquel olor a encierro, y la había sentado a la mesa. Y desde las dos de la tarde quien cumplía años estaba sentada a la cabecera de la ancha mesa vacía, tiesa, en la sala silenciosa.
           De vez en cuando era consciente de las servilletas de colores. Miró curiosa a uno u otro globo que los coches que pasaban hacían estremecer. Y de vez en cuando aquella angustia muda: cuando seguía, fascinada e impotente, el vuelo de la mosca en tomo al pastel.
           Hasta que a las cuatro horas había entrado la nuera de Olaria y después la de Ipanema.
           Cuando la nuera de Ipanema pensó que no soportaría ni un minuto más la situación de estar sentada enfrente de la concuñada de Olaria —que harta de las ofensas pasadas no veía motivos para apartar los ojos desafiantes de la nuera de Ipanema— entraron finalmente José y la familia. Y apenas ellos se besaban cuando ya la sala comenzó a llenarse de gente, que ruidosamente se saludaba como si todos hubiesen esperado abajo el momento de, sofocados por el retraso, subir los tres escalones, hablando, arrastrando criaturas sorprendidas, llenando la sala e inaugurando la fiesta.
           Los músculos del rostro de la agasajada ya no la interpretaban, de modo que nadie podía saber si se sentía alegre. Estaba puesta a la cabecera. Se trataba de una anciana grande y delgada, imponente y morena. Parecía hueca.
           —Ochenta y nueve años, ¡sí, señor! —dijo José, el hijo mayor, ahora que había fallecido Jonga—. ¡Ochenta y nueve años, sí, señora! —dijo restregándose las manos en pública admiración y como imperceptible señal para los demás.
           Todos interrumpieron atentos, y miraron a la del cumpleaños de un modo más oficial. Algunos movieron la cabeza en señal de admiración, como si se tratara de un récord. Cada año que la anciana vencía era una vaga etapa de toda la familia. ¡Sí, señor!, dijeron algunos sonriendo tímidamente.
           —¡Ochenta y nueve años! —repitió Manuel, que era socio de José—. ¡Es una florecita! —agregó espiritual y nervioso, y todos rieron menos su esposa.
           La vieja no daba señales.
           Algunos no le habían traído ningún regalo. Otros le habían llevado una jabonera, un conjunto de jerséis, un broche de fantasía, una plantita de cactus, nada, nada que la dueña de casa pudiese aprovechar para sí misma o para sus hijos, nada que la propia agasajada pudiese realmente aprovechar, haciendo de esta manera algún ahorro: la dueña de la casa guardaba los regalos, amarga, irónica.
           —¡Ochenta y nueve años! —repitió Manuel afligido, mirando a la esposa.
           La vieja no daba señales.
           Entonces, como si todos hubiesen tenido la prueba final de que no servía para nada esforzarse, con el encogimiento de hombros de quien estuviera junto a una sorda, continuaron haciendo solos su fiesta, comiendo los primeros sándwiches de jamón, más como prueba de animación que por apetito, jugando a que todos estaban muertos de hambre. Se sirvió el ponche, Zilda transpiraba, ninguna cuñada la había ayudado en realidad, la grasa caliente de las croquetas esparcía un olor a picnic; y de espaldas a la agasajada, que no podía comer frituras, ellos reían inquietos. ¿Y Cordelia? Cordelia, la nuera más joven, sentada, sonreía.
           —¡No, señor! —respondió José con falsa severidad—, ¡hoy no se habla de negocios!
           —¡Está bien, está bien! —retrocedió Manuel de inmediato, mirando rápidamente a su mujer, que de lejos extendía su oído atento.
           —Nada de negocios —gritó José—, ¡hoy es el Día de la Madre!
           A la cabecera de la mesa ya sucia, los vasos manchados, sólo permanecía el pastel entero; ella era la madre. La agasajada pestañeó.
           Y cuando ya la mesa estaba inmunda, las madres enervadas con el barullo que los hijos hacían, mientras las abuelas se recostaban complacientes en las sillas, entonces apagaron la inútil luz del corredor para encender la vela del pastel, una vela grande con un papel en el que estaba escrito «89». Pero nadie elogió la idea de Zilda, y ella se preguntó angustiada si ellos no estarían pensando que había sido por economizar en las velas sin que nadie recordara que ninguno había contribuido ni siquiera con una caja de fósforos a la comida de la agasajada, que ella, Zilda, trabajaba como una esclava, con los pies exhaustos y el corazón sublevado. Entonces encendieron las velas. Y entonces José, el líder, cantó con más fuerza, entusiasmando con una mirada autoritaria a los más vacilantes o sorprendidos, «¡Vamos!», «¡Todos a la vez!» —y de repente todos comenzaron a cantar en voz alta como soldados—. Despertada por las voces, Cordelia miró despavorida. Como no habían ensayado, unos cantaron en portugués, y otros en inglés. Entonces intentaron corregirlo: y los que habían cantado en inglés se pusieron a cantar en portugués, y los que lo habían hecho en portugués cantaron en voz baja en inglés.
           Mientras cantaban, la agasajada, a la luz de la vela, meditaba como si estuviera junto a una chimenea.
           Eligieron al bisnieto menor, que, de bruces sobre el regazo de la madre animosa, ¡apagó la llama con un único soplido lleno de saliva! Por un instante aplaudieron la inesperada potencia del chico, que, espantado y jubiloso, miraba a todos encantado. La dueña de la casa esperaba con el dedo listo en el apagador del corredor, y encendió el foco.
           —¡Viva mamá!
           —¡Viva la abuela!
           —¡Viva doña Anita! —dijo la vecina que había aparecido.
           —¡Happy birthday! —gritaron los nietos del colegio Bennett.
           Aplaudieron todavía con algunos aplausos espaciados.
           —¡Parta el pastel, abuela! —dijo la madre de los cuatro hijos—. ¡Ella es quien debe partirlo! —aseguró incierta a todos, con aire íntimo e intrigante. Y, como todos aprobaron satisfechos y curiosos, ella de repente se tornó impetuosa—: ¡Parta el pastel, abuela!
           Y de pronto la anciana cogió el cuchillo. Y sin vacilar, como si vacilando un momento toda ella cayera al frente, dio la primera tajada con puño de asesina.
           —¡Qué fuerza! —secreteó la cuñada de Ipanema, y no se sabía si estaba escandalizada o agradablemente sorprendida. Estaba un poco horrorizada.
           —Hasta hace un año ella era capaz de subir esas escaleras con más aliento que yo —dijo Zilda, amarga.
           Una vez dado el primer tajo, como si la primera pala de tierra hubiese sido lanzada, todos se acercaron con el plato en la mano, insinuándose con fingidos codazos de animación, cada uno con su cuchara.
           En poco tiempo las rebanadas fueron distribuidas en los platos, en un silencio lleno de confusión. Los hijos menores, con la boca escondida por la mesa y los ojos al nivel de ésta, seguían la distribución con muda intensidad. Las pasas rodaban del pastel entre migajas secas. Los chicos asustados veían cómo se desperdiciaban las pasas, y seguían con la mirada atenta la caída.
           Y cuando fueron a mirar, ¿no se encontraron con que la agasajada ya estaba devorando su último bocado?
           Y, por así decir, la fiesta había terminado.
           Cordelia miraba a todos ausente, sonreía.
           —¡Ya lo dije: hoy no se habla de negocios! —respondió José, radiante.
           —¡Está bien, está bien! —retrocedió Manuel conciliador, sin mirar a la esposa que no le perdía de vista—. Está bien —Manuel intentó sonreír y una contracción le pasó rápida por los músculos de la cara.
           —¡Hoy es el día de mamá! —dijo José.
           En la cabecera de la mesa, el mantel manchado de Coca-Cola, el pastel deshecho, ella era la madre. La agasajada pestañeó.
           Ellos se movían agitados, riendo a su familia. Y ella era madre de todos. Y si bien ella no se irguió, como un muerto que se levanta lentamente obligando a la mudez y al terror a los vivos, la agasajada se puso más tiesa en su silla, y más alta. Ella era la madre de todos. Y como la presilla la sofocaba, y ella era la madre de todos, impotente desde la silla, los despreciaba. Y los miraba pestañeando. Todos aquellos hijos suyos y nietos y bisnietos que no pasaban de carne de su rodilla, pensó de pronto como si escupiera. Rodrigo, el nieto de siete años, era el único que era carne de su corazón, Rodrigo, esa carita dura, viril, despeinada. ¿Dónde estaba Rodrigo con la mirada somnolienta y entumecida, con su cabecita ardiente, confundida? Aquél sería un hombre. Pero, parpadeando, ella miraba a los otros, ella, la agasajada. ¡Oh, el desprecio por la vida que fallaba! ¿Cómo?, ¿cómo habiendo sido tan fuerte había podido dar a luz a aquellos seres opacos, con brazos blandos y rostros ansiosos? Ella, la fuerte, que se había casado en la hora y el tiempo debidos con un buen hombre a quien, obediente e independiente, ella respetó y que le hizo hijos y le pagó los partos y le honró las abstinencias. El tronco había sido bueno. Pero había dado aquellos ácidos e infelices frutos, sin capacidad siquiera para una buena alegría. ¿Cómo había podido ella dar a luz a aquellos seres risueños, débiles, sin austeridad? El rencor rugía en su pecho vacío. Unos comunistas, eso es lo que eran; unos comunistas. Los miró con su cólera de vieja. Parecían ratones acodándose, eso parecía su familia.
           Irrefrenable, dio vuelta a la cabeza y con fuerza insospechada escupió en el suelo.
           —¡Mamá! —gritó mortificada la dueña de la casa—. ¡Qué es eso, mamá! —gritó traspasada de vergüenza, sin querer mirar siquiera a los demás, sabía que los desgraciados se miraban entre sí victoriosamente, como si le correspondiera a ella educar a la vieja, y no faltaría mucho para que dijeran que ella ya no bañaba más a su madre, jamás comprenderían el sacrificio que ella hacía—. ¡Mamá, qué es eso! —dijo en voz baja, angustiada—. ¡Usted nunca hizo eso! —agregó bien alto para que todos escucharan, quería sumarse al escándalo de los otros, cuando el gallo cante por tercera vez renegarás de tu madre. Pero su enorme vergüenza se suavizó cuando ella percibió que los demás bajaban la cabeza como si estuvieran de acuerdo en que la vieja ahora no era más que una criatura.
           —Últimamente le ha dado por escupir —terminó entonces confesando afligida ante todos.
           Ellos miraron a la agasajada, compungidos, respetuosos, en silencio.
           Parecían ratones amontonados esa familia suya. Los chicos, aunque crecidos —probablemente ya habían pasado los cincuenta años, ¡qué sé yo!—, los chicos todavía conservaban bonitos rasgos. Pero ¡qué mujeres habían elegido! ¡Y qué mujeres las que los nietos —todavía más débiles y agrios— habían escogido! Todas vanidosas y de piernas flacas, con aquellos collares falsificados de mujeres que a la hora no aguantan la mano, aquellas mujercitas que casaban mal a sus hijos, que no sabían poner en su lugar a una sirvienta, y todas ellas con las orejas llenas de aretes, ¡ninguno, ninguno de oro! La rabia la sofocaba.
           —¡Denme un vaso de vino! —exigió.
           De pronto se hizo el silencio, cada uno con un vaso inmovilizado en la mano.
           —Abuelita, ¿no le va a hacer mal? —insinuó cautelosamente la nieta rolliza y bajita.
           —¡Qué abuelita ni qué nada! —explotó ácidamente la agasajada—. ¡Que el diablo se los lleve, banda de maricas, cornudos y vagabundos!, ¡quiero un vaso de vino, Dorothy! —ordenó.
           Dorothy no sabía qué hacer, miró a todos en una cómica llamada de auxilio. Pero como máscaras eximidas e inapelables, ningún rostro se manifestaba. La fiesta interrumpida, los sándwiches mordidos en la mano, algún pedazo que estuviera en la boca hinchando hacia fuera las mejillas. Todos se habían quedado ciegos, sordos y mudos, con las croquetas en las manos. Y miraban impasibles.
           Desamparada, divertida, Dorothy le dio el vino: astutamente, apenas dos dedos en el vaso. Inexpresivos, preparados, todos esperaban la tempestad.
           Pero la agasajada no explotó con la miseria del vino que Dorothy le había dado, que no se movió en el vaso. Su mirada estaba fija, silenciosa. Como si nada hubiera pasado.
           Todos miraron corteses, sonriendo ciegamente, abstractos como si un perro hubiese hecho pis en la sala. Con estoicismo, recomenzaron las bocas y las risas. La nuera de Olaria, que había tenido su primer momento de unión con los demás cuando la tragedia victoriosamente parecía próxima a desencadenarse, tuvo que retornar solitaria a su severidad, sin contar siquiera con el apoyo de los tres hijos que ahora se mezclaban traidoramente con los otros. Desde su silla monacal, ella analizaba críticamente esos vestidos sin ningún modelo determinado, sin un pliegue, qué manía tenían de usar vestido negro con collar de perlas, eso no era de moda ni cosa que se le pareciera, no pasaba de maniobra de tacañería. Examinaba distante los sándwiches que casi no tenían mantequilla. Ella no se había servido nada, ¡nada! Solamente había comido una sola cosa de cada plato, para probar.
           Por así decir, la fiesta había terminado.
           Todos se quedaron sentados, benevolentes. Algunos con la atención vuelta hacia dentro de sí, a la espera de algo que decir. Otros vacíos y expectantes, con una sonrisa amable, el estómago lleno de aquellas porquerías que no alimentaban pero quitaban el hambre. Los chicos, incontrolables ya, gritaban llenos de vigor. Algunos tenían la cara mugrienta; otros, los más pequeños, estaban mojados; la tarde había caído rápidamente. ¿Y Cordelia? Cordelia miraba ausente, con una sonrisa atontada, soportando sola su secreto. ¿Qué tenía ella?, preguntó alguien con curiosidad negligente, señalándola de lejos con la cabeza, pero nadie respondió. Encendieron el resto de las luces para precipitar la tranquilidad de la noche, los chicos comenzaban a pelearse. Pero las luces eran más pálidas que la tensión pálida de la tarde. Y el crepúsculo de Copacabana, sin ceder, mientras tanto se ensanchaba cada vez más y penetraba por las ventanas como un peso.
           —Tengo que irme —dijo perturbada una de las nueras, levantándose y sacudiéndose las migas de la falda. Varios se levantaron sonriendo.
           La agasajada recibió un beso cauteloso de cada uno como si su piel tan poco familiar fuese una trampa. E, impasible, parpadeando, recibió aquellas palabras voluntariamente atropelladas que le decían intentando dar un ímpetu final de efusión a lo que no era otra cosa que pasado; la noche ya había caído casi por completo. La luz de la sala parecía entonces más amarilla y más rica, las personas envejecidas. Los chicos ya estaban histéricos.
           —Ella debe pensar que el pastel sustituye a la cena —se preguntaba la vieja, allá en sus profundidades.
           Pero nadie podría adivinar lo que ella pensaba. Y para aquellos que junto a la puerta todavía la miraron una vez más, la agasajada era sólo lo que parecía ser: sentada a la cabecera de la mesa sucia, con la mano cerrada sobre el mantel como sujetando un cetro, y con aquella mudez que era su última palabra. Con un puño cerrado sobre la mesa, nunca más sería únicamente lo que ella pensara. Su apariencia final la había sobrepasado y, superándola, se agigantaba serena. Cordelia la miró espantada. El puño mudo y severo sobre la mesa decía a la infeliz nuera que sin remedio amaba quizás por última vez: Es necesario que se sepa. Es necesario que se sepa. Que la vida es corta. Que la vida es corta.
           Sin embargo, ninguna vez más lo repitió. Porque la verdad es un relámpago. Cordelia la miró espantada. Y, nunca más, ni una sola vez lo repitió mientras Rodrigo, el nieto de la agasajada, empujaba la mano de aquella madre culpable, perpleja y desesperada que una vez más miró hacia atrás implorando a la vejez todavía una señal de que una mujer debe, en su ímpetu afligido, finalmente aferrar su última oportunidad y vivir. Una vez más Cordelia quiso mirar.
           Pero para esa nueva mirada, la agasajada era una vieja a la cabecera de la mesa.
           Había pasado el relámpago. Y arrastrada por la mano paciente e insistente de Rodrigo, la nuera lo siguió, aterrada.
           —No todos tienen el privilegio y el orgullo de reunirse alrededor de la madre —carraspeó José recordando que era Jonga el que hacía los discursos.
           —De la madre, ¡al diablo! —rió bajito la sobrina, y la prima más lenta rió sin ver la gracia.
           —Nosotros lo tenemos —dijo Manuel, tímido, sin volver a mirar a su mujer—. Nosotros tenemos ese gran privilegio —dijo distraído, enjugándose la palma húmeda de las manos.
           Pero no era nada de eso, sólo el malestar de la despedida, sin saber nunca lo que debía decirse, José esperaba de sí mismo con perseverancia y con fe la próxima frase del discurso. Que no venía. Que no venía. Que no venía. Los otros aguardaban. ¡Qué falta hacía Jonga en esos momentos! —José se enjugó la frente con el pañuelo—, ¡qué falta hacía Jonga en esos momentos! Claro que también había sido el único al que la vieja siempre aprobaba y respetaba, y era eso lo que dio a Jonga tanta seguridad. Y cuando él murió, nunca más la vieja volvió a hablar de él, poniendo una pared entre su muerte y los otros. Tal vez lo había olvidado. Pero no había olvidado aquella mirada firme y directa con que siempre miraba a los otros hijos, haciéndoles cada vez desviar los ojos. El amor de madre es duro de soportar: José se enjugó la frente, heroico, risueño.
           Y de repente llegó la frase:
           —¡Hasta el año que viene! —dijo José súbitamente malicioso, encontrando, de esta manera, sin más ni menos, la frase adecuada: ¡una indirecta feliz!—. Hasta el año que viene, ¿eh? —repitió con miedo de no haber sido comprendido.
           La miró, orgulloso de la artimaña de la vieja que astutamente siempre vivía un año más.
           —¡El año que viene nos veremos frente al pastel encendido! —aclaró mejor el otro hijo, Manuel, perfeccionando el espíritu del socio—. ¡Hasta el año que viene, mamá!, ¡y frente al pastel encendido! —dijo él explicando todo mejor, cerca de su oreja, mientras miraba obsequioso a José. Y de pronto la vieja lanzó una carcajada, una risa floja, comprendiendo la alusión.
           Entonces ella abrió la boca y dijo:
           —Así es.
           Estimulado porque su frase hubiera dado tan buenos resultados, José le gritó emocionado, agradecido, con los ojos húmedos: —¡El año que viene nos veremos, mamá!
           —¡No soy sorda! —dijo la agasajada ruda, afectuosa.
           Los hijos se miraron riendo, vejados, felices. La cosa había dado en el blanco. Los chicos fueron saliendo alegres, con el apetito arruinado. La nuera de Olaria dio una palmada de venganza a su hijo, demasiado alegre y ya sin corbata. Las escaleras eran tan difíciles, oscuras, increíble insistir en vivir en un edificio que fatalmente sería demolido un día de éstos, y en el juicio de desalojo Zilda todavía iba a dar trabajo y querer empujar a la vieja hacia las nueras. Pisando el último escalón, con alivio, los invitados se encontraron en la tranquilidad fresca de la calle. Era noche, sí. Con su primer escalofrío.
           Adiós, hasta otro día, tenemos que vernos. Vengan a vernos, se dijeron rápidamente. Algunos consiguieron mirar los ojos de los otros con una cordialidad sin recelo. Algunos abotonaban los abrigos de los chicos, mirando al cielo en busca de una señal del tiempo. Todos sentían oscuramente que en la despedida tal vez se hubiera podido —y ahora sin peligro de compromisos— ser más bondadosos y decir una palabra de más —¿qué palabra?—. Ellos no lo sabían bien, y se miraban sonrientes, mudos. Era un instante que podía ser vivo. Pero que estaba muerto. Comenzaron a separarse, caminando medio de costado, sin saber cómo desligarse de los parientes sin brusquedad.
           —¡Hasta el año que viene! —repitió José la feliz indirecta, saludando con la mano con efusivo vigor, los escasos cabellos blancos volando. Estaba gordo, pensaron, necesita cuidar el corazón—. ¡Hasta el año que viene! —gritó José elocuente y grande, y su altura parecía desmoronable. Pero las personas que ya se habían alejado no sabían si debían reír alto para que él escuchara o si bastaría con sonreír en la oscuridad. Aunque algunos pensaron que felizmente había algo más que una broma en la indirecta y que sólo en el próximo año estarían obligados a encontrarse delante del pastel encendido; mientras que otros, ya en la oscuridad de la calle, pensaron si la vieja resistiría un año más a los nervios y a la impaciencia de Zilda, pero ellos sinceramente nada podían hacer al respecto. «Por lo menos noventa años», pensó melancólica la nuera de Ipanema. «Para completar una fecha linda», pensó soñadora.
           Mientras tanto, allá arriba, por encima de escaleras y contingencias, la agasajada estaba sentada a la cabecera de la mesa, erecta, definitiva, más grande que ella misma. ¿Es que hoy no habrá cena?, meditaba ella. La muerte era su misterio.

    Laços de família (1960)


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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Jul 2022, 13:25

    Clarice Lispector
    (Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)


    Ruido de pasos
    (“Ruído de passos”)
    A via crucis do corpo (1974)


          Tenía ochenta y un años de edad. Se llamaba doña Cándida Raposo.
           Esa señora tenía el deseo irresistible de vivir. El deseo se acentuaba cuando iba a pasar los días en una hacienda: la altitud, lo verde de los árboles, la lluvia, todo eso la acicateaba. Cuando oía a Liszt se estremecía toda. Había sido bella en su juventud. Y le llegaba el deseo cuando olía profundamente una rosa.
           Pues ocurrió con doña Cándida Raposo que el deseo de placer no había pasado.
           Tuvo, en fin, el gran valor de ir al ginecólogo. Y le preguntó avergonzada, con la cabeza baja: —¿Cuándo se pasa esto?
           —¿Pasa qué, señora?
           —Esta cosa.
           —¿Qué cosa?
           —La cosa, repitió. El deseo de placer —dijo finalmente.
           —Señora, lamento decirle que no pasa nunca.
           Lo miró sorprendida.
           —¡Pero yo tengo ochenta y un años de edad!
           —No importa, señora. Eso es hasta morir.
           —Pero ¡esto es el infierno!—Es la vida, señora Raposo.
           Entonces, ¿la vida era eso?, ¿esa falta de vergüenza?
           —¿Y qué hago ahora? Ya nadie me quiere...
           El médico la miró con piedad.
           —No hay remedio, señora.
           —¿Y si yo pagara?
           —No serviría de nada. Usted tiene que acordarse de que tiene ochenta y un años de edad.
           —¿Y... si yo me las arreglo solita? ¿Entiende lo que le quiero decir?
           —Sí —dijo el médico—. Puede ser el remedio.
           Salió del consultorio. La hija la esperaba abajo, en el coche. Cándida Raposo había perdido un hijo en la guerra. Era un soldado de la fuerza expedicionaria brasileña en la Segunda Guerra Mundial. Tenía ese intolerable dolor en el corazón: el de sobrevivir a un ser adorado.
           Esa misma noche se dio una ayuda y solitaria se satisfizo. Mudos fuegos de artificio. Después lloró. Tenía vergüenza. De ahí en adelante utilizaría el mismo proceso. Siempre triste. Así es la vida, señora Raposo, así es la vida. Hasta la bendición de la muerte.
           La muerte.
           Le pareció oír ruido de pasos. Los pasos de su marido Antenor Raposo.

    A via crucis do corpo (1974)


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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Jul 2022, 13:27

    Clarice Lispector
    (Chechelnik, Ucrania, 1920 - Río de Janeiro, 1977)


    Mejor que arder
    (“Melhor do que arder”)
    A via crucis do corpo (1974)


          Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros.
           Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.
           Cumplía sus obligaciones sin protestar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor.
           Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la ostia blanca que se deshacía en la boca.
           Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:
           —Mortifica el cuerpo.
           Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio. De nada servía. Le daban fuertes gripes, quedaba toda arañada.
           Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.
           Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.
           No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.
           La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían de ser fuertes, bien torneadas.
           Un día, a la hora del almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.
           Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.
           Hasta que le dijo al padre en el confesionario:
           —¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!
           Él le dijo meditativo:
           —Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.
           Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara otro año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.
           Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.
           Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia norteña8 le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.
           Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla.
           Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.
           Y sucedió realmente.
           Fue a un bar a comprar una botella de agua Caxambú. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua Caxambú. Ella se sonrojó.
           Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella rehusó.
           Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si fueran al cine juntos. Aceptó.
           Fueron a ver los dos una película y no pusieron la más mínima atención. En la película, estaban tomados de la mano.
           Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella, con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.
           Entonces una noche él le dijo:
           —Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar. ¿Quieres?
           —Sí —le respondió grave.
           Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia, el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron su luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.
           Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.
           Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.

    A via crucis do corpo (1974)


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    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Jul 2022, 08:33

    (...)
    Alivia mi alma, haz que sienta que tu mano está cogida de la mía, haz que sienta que la muerte no existe porque ya estamos en verdad en la eternidad, haz que sienta que amar no es morir, que la entrega de sí mismo no significa la muerte, haz que sienta una alegría modesta y diaria, haz que no te indague demasiado, porque la respuesta sería tan misteriosa como la pregunta, bendíceme para que viva con alegría el pan que como, el sueño que duermo, haz que tenga caridad hacia mí misma pues si no, no podré sentir que Dios me amó, haz que pierda el pudor de desear que en la hora de mi muerte haya una mano humana para apretar la mía.



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