ANNE SEXTON
Anne Gray Harvey (Anne Sexton, 1928-1974), nació en Massachusetts en 1928. Se casó con Alfred Muller Sexton a los 19 años. Un año después de nacida su primera hija le diagnosticaron depresión post-parto, sufriendo su primer crisis mental e ingresando a un hospital neuropsiquiátrico. Regresaría allí varias veces, sobre todo luego de sus intentos de suicidio, que se agudizaron luego del nacimiento de su segunda hija.
Fue su médico quien la apoyó para que desarrollara el interés en la poesía que había mostrado en la escuela secundaria.
En el otoño de 1957 se inscribió en un taller de poesía en donde conocería a Sylvia Plath. Unidas en una relación con matices que lindaban entre la identificación mutua y la rivalidad poética, fueron influencias la una por la otra, llegando a competir en las clases por quien escribía el mejor poema.
En 1974, a pesar de su éxito como escritora –había ganado el Premio Pulitzer de poesía por su libro Live or Die- perdió su batalla contra la enfermedad mental.
Luego de almorzar con su mejor amiga, Sexton fue hasta el garage, encendió el motor de su auto y se suicidó con el monóxido de carbono.
Como Robert Lowell, Sylvia Plath, W. D. Snodgrass y otros llamados "poetas confesionales", Sexton ofrece al lector una mirada íntima de la angustia emocional que caracterizó su vida.
Hizo de la experiencia de ser mujer un tópico central en su poesía y a pesar de soportar críticas por hablar de temas como la menstruación, el aborto y la adicción a las drogas, es evidente que su talento como poeta trascendió cualquier controversia.
POEMAS:
HUYE EN TU ASNO
Ma faim, Anne, Anne
Fuis sur ton âne…
RIMBAUD
Ya que no había
adónde huir,
regresé a la escena de los sentidos desquiciados,
regresé anoche a medianoche,
llegué en la noche cerrada de junio
sin equipaje, sin defensas,
entregué las llaves del coche y mi dinero,
quedándome solamente con mi cajetilla de Salem
como niño que se aferra a su juguete.
Me registré donde un desconocido
trazó unas X de tinta
—pues éste es un hospital de locos,
no un juego de niños.
Hoy un interno golpea mis rodillas
buscando reflejos.
En otros tiempos hubiera guiñado y mendigado droga.
Hoy soy terriblemente paciente.
Hoy los cuervos juegan a las cartas
sobre el estetoscopio.
Todos me han abandonado
excepto mi musa,
la buena enfermera.
Se queda en mi mano,
manso ratón blanco.
Las cortinas, delgadas y perezosas
ondean y se agitan y caen
como las faldas victorianas
de mis dos tías solteronas
en su tienda de antigüedades.
Enviaron a las avispas.
Apiñadas en las persianas como arreglos florales.
Avispas, arrastrando sus agudos aguijones,
se apiñan: saben todo;
zumban afuera: la avispa sabe.
Lo escuché de niña
pero, ¿qué quiere decir?
¿Qué sucedió con Jack y Doc y Reegy?
¿Quién recuerda lo que acecha en el corazón del hombre?
¿Qué quería decir la Gran Avispa Verde con aquello de
que sabía?
¿O lo recuerdo mal?
¿O es la Sombra quien me mira desde
el radio, junto a la cama?
Ahora es ¡din! ¡din! ¡din!
mientras en el cuarto de al lado las damas discuten
y se mondan los dientes.
Arriba una muchacha se ovilla como caracol;
en otro cuarto alguien intenta comerse un zapato;
un adolescente, en tanto, con calcetines blancos de tenis
trota de arriba a abajo en el pasillo.
Un doctor nuevo hace la ronda
pregonando tranquilizantes, insulina, shocks
a los no iniciados.
¡Seis años de estas pequeñas cuitas!
¡Seis años yendo y viniendo a este lugar!
¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre!
Podría haberle dado dos vueltas al mundo
o haber tenido más hijos —todos hombres.
Fue un viaje largo con días cortos
y sin lugares nuevos.
Aquí,
las mismas caras de siempre,
la misma escena decadente.
El alcohólico llega con sus palos de golf.
La suicida llega con unas cuantas píldoras de más
cosidas al forro del vestido.
Los huéspedes permanentes están sin novedad.
Sus caras pequeñas siguen siendo
las de un bebé con ictericia.
Mientras tanto,
sacaron a mi madre,
como muñeca ajena, envuelta en sábanas,
la mandíbula amarrada y los huecos retacados.
También a mi padre. Se extinguió con la sangre putrefacta
que usó con otras mujeres del Medio Oeste.
Salió curado un viejo alcohólico
los pies torcidos y las manos inútiles.
Salió llamando a su padre
muerto en soledad hace años
—ese banquero gordo que encerraron
con genes suspendidos como dólares
envuelto en su secreto,
bien atado en la camisa de fuerza.
Pero tú, mi doctor, mi partidario,
fuiste mejor que Cristo;
prometiste un mundo nuevo:
decirme quién
era yo.
La mayor parte del tiempo
fui extranjera,
maldita y en trance —esa cabañita,
ese lugar desnudo, azul venoso—
mis ojos cerrados a tu consultorio confuso,
ojos rondando en mi infancia,
ojos recién cortados.
Años de insinuaciones
engarzadas —historia de caso por entregas—
treinta y tres años del mismo incesto insípido
sosteniéndonos a ambos.
Tú, mi analista soltero
sentado en Marborough Street,
compartiendo con tu madre el consultorio
y regalando en Año Nuevo cigarrillos,
el nuevo Dios,
administrador de la Biblia de Gedeón.
Era tu alumna de tercero
con su estrellita azul en la frente.
En trance podía tener cualquier edad,
voz, gesto —todo retrocedía
como reloj de botica.
Despierta, aprendía sueños de memoria.
Los sueños salieron a la arena
como luchadores aficionados
—mala apuesta todos—
hasta podían ganar
pues no había otros.
Los miraba,
concentrándome sobre el precipicio
como quien mira una cantera
muchas millas abajo,
mis manos colgando como ganchos
para extraer los sueños de sus jaulas.
¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre!
Una vez,
fuera de tu oficina,
me desplomé con un desmayo pasado de moda
entre los coches estacionados en lugares prohibidos.
Me dejé caer
y fingí estar muerta durante ocho horas.
Pensé que había muerto
en una tormenta de nieve.
Sobre mi cabeza
las cadenas castañeaban como dientes
cavando su paso en la calle nevada.
Yacía
como un abrigo desechado.
Me subiste otra vez,
torpe, tiernamente,
con ayuda de tu secretaria de pelo rojo
y porte de salvavidas.
Mis zapatos,
recuerdo,
se perdieron en la nieve
como si planeara no volver a caminar nunca más.
Eso fue el invierno
en que murió mi madre,
medio enloquecida por la morfina,
reventando, por fin,
como cerda preñada.
Yo fui su soñador mal de ojo.
De hecho,
llevaba en mi bolsa un cuchillo
—el buen L.L.Bean de caza de mi esposo.
No sabía a ciencia cierta si apuñalaría una llanta
o si destriparía un sueño.
Me enseñaste
a creer en los sueños;
así pues, fui dragadora.
Como vieja de dedos artríticos los tomaba
escurriéndoles el agua con cuidado
—dulces juguetes oscuros,
y, misteriosos sobre todo,
antes de volverse débiles y quejumbrosos.
¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre!
Soy quien
abrió como cirujano
los tibios párpados
y sacó a las muchachas
a gruñir como peces.
Te conté,
dije
—pero mentía—
que el cuchillo era para mi madre…
y luego la despaché.
Las cortinas se agitan
y se hunden entre los barrotes.
Son mis dos damas flacas
llamadas Blanca y Rosa.
Afuera han podado
los prados como los de una propiedad de Newport.
Más allá, en el campo,
crece algo amarillo.
¿Fue hace un mes o hace un año
que la ambulancia se precipitó como carroza fúnebre
anunciando con su sirena un suicidio
—din, din, din—
silbato nocturno entre semáforos
insistiendo todo el recorrido en pregonar la vida?
He vuelto
pero la locura ya no es lo que solía ser.
¡Ha perdido su chispa!
¡Su inocencia!
El colega-paciente del sombrero de chimenea,
sus chistes fieros, la sonrisa maníaca
—hasta él parece borroso, pequeño y pálido.
He regresado,
reincidente,
sujeta a la pared de mosaico como destapacaños,
presa, como un convicto
tan pobre
que acaba por enamorarse de su celda.
Parada ante esta ventana vieja
me quejo de la sopa,
examino el terreno,
me doy el lujo de la vida desperdiciada.
Pronto levantaré la cara buscando una bandera blanca,
y cuando Dios llegue al fuerte
no escupiré y guardaré silencio ante su dedo.
Lo comeré como a una flor blanca.
¿Es éste el viejo truco, gastarse,
el cráneo que espera sus dosis
de electricidad?
Esto es la locura
salvo por esta especie de hambre.
De qué sirven mis preguntas
en semejante jerarquía de muerte
donde tierra y rocas suenan
¡din! ¡din! ¡din!
No podría llamársele una fiesta.
Es mi estómago lo que me atormenta.
¡Den vuelta, mis hambres!
Aunque sea una vez decidan algo deliberadamente.
Hay cerebros aquí que se pudren
como plátanos ennegrecidos.
Los corazones se han achatado como los platos de la cena.
Anne, Anne,
huye en tu asno,
huye de este triste hotel,
móntate en alguna bestia de pelo,
galopa hacia atrás presionando
tus nalgas en sus flancos,
siéntate de algún modo en su torpe trote.
¡Galopa fuera
de cualquier manera, como quieras!
Aquí todos hablan a su propia boca.
Eso es lo que significa estar loco.
Aquéllos a quienes más amé murieron de eso
—la enfermedad del idiota.
Junio de 1962
ANNE SEXTON (De Vive o Muere)
ACOMPAÑADA DE ÁNGELES
Estaba cansada de ser mujer,
cansada de cucharadas y cazuelas,
cansada de mi boca y mis pechos,
cansada de cremas y de sedas.
Aún había hombres sentados a la mesa,
en círculo alrededor del cuenco que ofrendaba.
El cuenco estaba lleno de uvas violeta
y las moscas lo sobrevolaban atraídas por el aroma
y hasta mi padre llegó con su hueso blanco.
Pero estaba cansada del género de las cosas.
Anoche tuve un sueño
y le dije…
“Eres la respuesta,
Sobrevivirás a mi marido y a mi padre.”
En aquel sueño había una ciudad hecha de cadenas
en la que Juana era ejecutada con ropa de hombre
y la naturaleza de los ángeles seguía inexplicada,
no había dos de la misma especie,
uno con una nariz, uno con una oreja en su mano,
uno masticando una estrella y grabando su órbita,
cada uno como un poema obedeciendo a sí mismo,
haciendo las tareas de Dios,
un pueblo aparte.
“Vosotros sois la respuesta.”
dije, y entré,
tumbada a las puertas de la ciudad.
Luego ataron las cadenas a mi cuerpo
y perdí mi género neutro y mi aspecto final.
Adán estaba a mi izquierda
y Eva estaba a mi derecha,
ambos del todo incompatibles al mundo de la razón.
Entrelazamos nuestros brazos
y cabalgamos bajo el sol.
Ya no era una mujer,
ni una cosa o la otra.
Oh hijas de Jerusalén,
el rey me ha traído a su cámara.
Soy negra y hermosa.
Me han abierto y desvestido.
No tengo brazos o piernas.
Como un pez soy de una sola piel.
No soy más mujer
que Cristo fue un hombre.
[Febrero de 1963
ANNE SEXTON (De Vive o muere)
(Traducción de Julio Mas Alcaraz)
CANCIÓN DE AMOR
Yo era
la chica de la carta en cadena,
la chica que no paraba de hablar de ataúdes y ojos de cerradura,
la de las facturas de teléfono,
la foto arrugada y las conexiones perdidas,
la que seguía diciendo-
¡Escuchad! ¡Escuchad!
¡Nunca debemos! ¡ Nunca debemos!
y todas esas cosas…
esa
con los ojos medio metidos bajo su abrigo,
con sus enormes ojos de azul metálico de arma,
con la vena delgada en la curva de su cuello
que zumbaba como un diapasón,
con sus hombros tan delgados como un edificio,
con su pie delgado y sus delgados dedos,
con un viejo anzuelo rojo en su boca,
la boca que seguía sangrando
en los terribles campos de su alma…
esa
que seguía cayéndose dormida,
tan vieja como una piedra era,
cada mano como un trozo de cemento,
durante horas y horas
y luego se despertaba,
después de la pequeña muerte,
y luego era tan suave como,
tan delicada como…
tan suave y delicada como
un exceso de luz,
con nada peligroso en absoluto,
como un mendigo que come
o un ratón sobre una azotea
sin trampilla,
con nada más honesto
que tu mano en su mano-
¡con nadie, nadie sino tú!
y todas esas cosas.
¡nadie, nadie sino tú!
¡Oh! No hay forma de traducir
aquel océano
aquella música,
aquel teatro,
aquel campo de ponis.
ANNE SEXTON (De Vive o muere)
MARIDO Y MUJER
…hablar de las penas
del matrimonio…
No somos amantes.
Ni siquiera nos conocemos,
Somos parecidos
pero no tenemos nada que decir.
Somos como palomas…
aquella pareja que llegó a los suburbios
por error,
dejando Boston, donde golpearon
sus pequeñas cabezas contra un muro ciego,
tras agotar los puestos de fruta en el North End,
las ventanas amatista de Louisburg Square,
los asientos en el parque Common
y el tráfico que seguía pisando
y pisando.
Ahora hay lluvia verde para todos
tan común como el colirio.
Ahora están juntos
como extraños en un retrete exterior para dos,
comiendo y agachándose juntos.
Tienen dientes y rodillas
pero no hablan.
Un soldado está obligado a permanecer con un soldado
porque comparten la misma suciedad
y los mismos golpes.
Son exiliadas
manchadas con el mismo sudor y el sueño del borracho.
Como si sólo pudieran agarrarse,
sus garras rojas se doblan como pulseras
alrededor de la misma rama.
Incluso su canto no es una cosa segura.
No es un lenguaje;
es una especie de respiración.
Son dos asmáticas
cuyo aliento entra y sale sollozando
a través de un pequeño tubo.
Como ellas
ni hablamos ni aclaramos nuestras gargantas.
Oh cariño,
suspiramos al unísono al lado de nuestra ventana,
borrachos del sueño del borracho.
Como ellas
sólo podemos asirnos.
Pero atravesarían nuestro corazón
si tan sólo pudieran volar hasta aquí.
ANNE SEXTON (De Vive o muere)
(Traducción de Julio Mas Alcaraz)
AQUELLOS TIEMPOS
A los seis años
vivía en un cementerio lleno de muñecas,
evitándome a mí misma,
mi cuerpo, sospechoso
en su casa grotesca.
Estaba encerrada en mi habitación todo el día tras una puerta,
un calabozo.
Era la exiliada
sentada todo el día sobre un nudo.
Hablaré de las pequeñas crueldades de la infancia,
siendo la tercera hija,
la última entregada
y la última recogida -
de las humillaciones de cada noche cuando madre me desnudaba,
de la vida durante el día, encerrada en mi habitación -
siendo la no deseada, el error
que Madre usó para evitar que Padre
se divorciara.
¡Divorcio!
El amigo romántico,
románticos que vuelan a los mapas
de otros países,
caderas y narices y montañas,
al Bosque Negro o a Asia,
o cogida por 1928,
el año del yo,
por error,
no para el divorcio
sino a cambio.
El yo que se negaba a chupar los pechos
que no podía complacer,
el yo cuyo cuerpo creció inseguro,
el yo que pisaba las narices de las muñecas
que no podía romper.
Pienso en las muñecas,
tan bien hechas,
tan perfectamente ensambladas
mientras las apretaba contra mí
besando sus bocas irreales.
Recuerdo su piel suave,
aquellas recién llegadas,
la piel rosada y los graves ojos de porcelana azul.
Venían de un país misterioso
sin el dolor del nacimiento,
nacida bien y en silencio.
Cuando quería hacer visitas,
el armario es donde ensayaba mi vida,
todo el día entre zapatos,
lejos de la luz de la bombilla del techo,
lejos de la cama y la pesada mesa
y la misma rosa horrible repitiéndose en las paredes.
No lo ponía en entredicho.
Me escondía en el armario como quien se esconde en un árbol.
Crecía en él como una raíz
y, sin embargo, planeaba tales planes de vuelo,
creyéndome que llevaría mi cuerpo al cielo,
arrastrándolo conmigo como una gran cama.
Y aunque no estaba cualificada
estaba segura de llegar allí o al menos
subir como un ascensor.
Con esos sueños,
guardando su energía como un toro,
planifiqué mi crecimiento y mi feminidad
como alguien coreografía un baile.
Sabía que si esperaba entre zapatos
seguro que me quedarían pequeños,
los pesados mocasines, los gruesos rojos,
zapatos sentados juntos como socios,
las zapatillas llenas de colirio Griffin
y luego los vestidos balanceándose sobre mí,
siempre sobre mí, vacíos y sensatos
con lazos y drapeados,
con cuellos y dobladillos de dos pulgadas
y mala suerte en sus cinturones.
Me quedaba sentada durante todo el día
metiendo y encajando mi corazón en una caja de zapatos,
evitando la valiosa ventana
como si fuera un ojo feo
a través del cual las aves tosieran
encadenadas a los árboles frondosos;
evitando el empapelado de la habitación
donde florecían las lenguas una y otra vez,
brotando de los labios como flores marinas -
y de esta manera dejaba pasar el día
hasta que mi madre,
la grande,
venía a obligarme a quitarme la ropa.
Yo me recostaba allí en silencio,
guardando mi pequeña dignidad.
No preguntaba sobre la puerta o el armario.
No ponía en duda el ritual de acostarme
en el que, sobre los fríos azulejos del baño,
ella me abría de piernas a diario
y examinaba mis defectos.
No sabía
que mis huesos,
esos sólidos, esas piezas de escultura,
no se astillarían.
No conocía a la mujer que sería
ni que la sangre florecería en mí
cada mes como una flor exótica,
ni que los niños,
dos monumentos,
saldrían rompiendo de entre mis piernas,
dos niñas encogidas respirando despreocupadas,
cada una dormida en su pequeña belleza.
No sabía que mi vida, al final,
pasaría sobre mi madre como un camión
y todo lo que mantendría
de aquel tiempo en que tenía seis años
sería un pequeño agujero en mi corazón, un ángulo muerto en mi oído,
para que pudiera escuchar
con más claridad lo enmudecido.
Junio de 1963
ANNE SEXTON (De Vive o Muere)
(Traducción de Julio Mas Alcaraz)
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