Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Jue 31 Oct 2024, 17:46

    ***
    En la soledad de mi estudio contemplo el reloj que perteneció a
    mi padre, la vieja máquina de coser New Home de mamá, una
    jarrita de plata y el Colt que tenía papá siempre en su cajón, y
    que luego fue pasado como herencia al hermano mayor, hasta
    llegar a mis manos. Me siento entonces un triste testigo de la
    inevitable transmutación de las cosas que se revisten de una
    _eternidad ajena a los hombres que las usaron. Cuando los sobreviven, vuelven a su inútil condición de objetos y toda la
    magia, todo el candor, sobrevuela como una fantasmagoría
    incierta ante la gravedad de lo vivido. Restos de una ilusión,
    sólo fragmentos de un sueño soñado.




    Adolescente sin luz,,
    tu grave pena lloras,
    tus sueños no volverán,
    corazón,
    tu infancia ya terminó.
    La tierra de tu niñez
    quedó para siempre atrás
    sólo podes recordar, con dolor,
    los años de su esplendor.
    Polvo cubre tu cuerpo,
    nadie escucha tu oración,
    tus sueños no volverán,
    corazón, tu infancia ya terminó.




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    Mensaje por Maria Lua Dom 03 Nov 2024, 19:37

    ***




    Al terminar la escuela primaria de mi pueblo, en 1923, en medio del desgarramiento más hondo de mi vida, mi hermano
    Pancho me llevó a La Plata para completar mis estudios. Recuerdo la primera noche, con su enigmática madrugada en la
    casa de la calle Pedro Echagüe, oyendo entre sueños un ruido
    inédito para mí, que a través de las décadas se ha conservado
    como una imagen de mi tristeza infantil: el sonido de los cascos de caballos y de las chatas por el empedrado. Remotísimos
    tiempos en que no había jeans, cuando los chicos llevábamos
    pantaloncitos cortos y los pantalones largos simbolizaban un
    terrible acontecimiento en nuestras vidas, marcado por el orgullo y por la vergüenza.
    Muchas veces, lloré durante la noche en esa ciudad que luego
    llegó a estar tan entrañablemente unida a mi destino. En los
    penosos días que precedieron al comienzo de las clases, tuve
    uno de los dolores más grandes. Me había llevado al bosque
    una paletita de lata, una humilde imitación de la paleta de un
    pintor, comprada por mi hermano en la ferretería del pueblo.
    Tenía pastillas de acuarelas que para mí eran un tesoro, con las
    que copiaba láminas de almanaques. Recuerdo una troika en la
    nieve de una Rusia lejana y misteriosa.
    Pregunté cómo ir hasta el famoso bosque de La Plata y allí me
    fui con las acuarelas, un frasco con agua, un par de pinceles y
    un cuaderno de hojas blancas. Me senté en el pasto entre los
    enormes eucaliptos y empecé a pintar uno de esos troncos descascarados, con sus cambiantes matices de verdes, ocres y marrones, imbricados de una manera que me conmovía. Todo era
    plácido en aquella mañana y, por el poder de la belleza, había
    olvidado mi melancolía. De pronto se produjo un cataclismo:
    yo tenía menos de doce años y estaba solo, en una ciudad desconocida, cuando sorpresivamente apareció un grupo de muchachones, de unos quince años, que riéndose de mí, me arre-
    bataron la paleta, pisotearon las humildes pastillas de acuarela,
    me rompieron los pinceles y arrojaron lejos la botellita con
    agua; riéndose, hasta que se fueron. Durante un tiempo que me
    pareció infinito, yo permanecí sentado en el césped, mientras
    me caían las lágrimas. Luego logré levantarme y volví lentamente hacia mi pensión, pero me perdí y tuve que preguntar
    varias veces dónde estaba mi calle.
    Cuando por fin llegué, entré en mi cuartito y permanecí todo el
    día en la cama. Tiritaba como si tuviese fiebre, o quizá la tuve.






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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Nov 2024, 09:21

    ***
    He vuelto a la Universidad de La Plata ¡después de tantos años!
    y se han despertado en mí recuerdos olvidados, sentimientos
    que yacían en mi alma. En este colegio y en esta ciudad, se
    echaron las raíces de todo lo que luego tuvo que ser. Porque el
    tiempo transcurrido, las ciudades que más tarde recorrí por el
    mundo, no pudieron borrar sus calles arboladas, estos tilos,
    estos plátanos. Pasaron los años, pero una y otra vez vuelve a
    mi memoria esta ciudad, donde acontecieron momentos importantes de mi vida. Donde nos conocimos con Matilde, donde
    terminamos el bachillerato y luego la Universidad. Aquí nació
    nuestro hijo Jorge Federico y aquí murieron también nuestros
    padres. En estos patios, en este bosque a veces auspicioso, a
    veces melancólico, se forjaron las ideas esenciales que me
    acompañaron en la vida.
    La Universidad, fundada por don Joaquín V. González, fue
    famosa en toda Hispanoamérica. Asistían alumnos que venían
    de Colombia, de Perú, de Bolivia, de Guatemala, quienes creaban sus propias colonias en caserones; una Universidad que
    contrató en Europa hombres eminentes de ciencia y humanidades, como fue el caso de los Schiller. Había nacido con una
    inspiración distinta, estaba formada por grandes institutos científicos, organizados por notables hombres, como el astrónomo
    Hartmann, con un nivel similar a los centros de Heidelberg o
    Goettingen. La Universidad llegaba, verticalmente, hasta la
    enseñanza secundaria y primaria, donde los chicos tenían hasta
    una imprenta propia.
    ¡Cómo añoro aquel Colegio donde no se fabricaban profesionales!, donde el ser humano aún era una integridad, cuando los
    hombres defendían el humanismo más auténtico, y el pensamiento y la poesía eran una misma manifestación del espíritu.
    En el ex libris de la Universidad, se hallaba escrita una frase de
    aquel noble científico que fue Emil Bosse: “Toma la verdad y
    llévala por el mundo”; él era uno de esos hombres que anhelaban ansiosos el espíritu puro, pero lo deponía o lo postergaba
    para arremangarse y ensuciarse las manos forjando esta nación
    que hoy es casi un doloroso desecho.



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    Ernesto Sábato (1911-2011) - Página 4 Empty Re: Ernesto Sábato (1911-2011)

    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:00

    ***

    En la época en que cursaba el primer año, supimos que tendríamos como profesor a un “mexicano” que en rigor era puertorriqueño. Y se me cierra la garganta al recordar la mañana en
    que vi entrar a la clase a ese hombre silencioso, aristócrata en
    cada uno de sus gestos que con palabra mesurada imponía una
    secreta autoridad: Pedro Henríquez Ureña. Aquel ser superior,
    tratado con mezquindad y reticencia por sus colegas, con el
    típico resentimiento de los mediocres, al punto que jamás llegó
    a ser profesor titular de ninguna de las facultades de letras.
    A él debo mi primer acercamiento a los grandes autores, y su
    sabia admonición que aún recuerdo: “Donde termina la gramática empieza el gran arte”. Porque no era partidario de una concepción purista del lenguaje, por el contrario, estaba cerca de
    Vossler y Humboldt, que consideraban el idioma como una
    fuerza viva en permanente transformación. En años posteriores,
    junto con él y Raimundo Lida, tuvimos largas conversaciones
    sobre estos temas en el Instituto de Filología, que por ese entonces dirigía Amado Alonso.
    Cuando alguna vez he vuelto a viajar en tren, soñé con encontrar a ese profesor de mi secundaria, sentado en algún vagón,
    con el portafolio lleno de deberes corregidos, como esa vez —
    ¡hace tanto!— cuando juntos en un tren, yo le pregunté, apenado de ver cómo pasaba los años en tareas menores, “¿Por qué,
    Don Pedro, pierde tiempo en esas cosas?” Y él, con su amable
    sonrisa, me respondió: “Porque entre ellos puede haber un futuro escritor”.
    ¡Cuánto le debo a Henríquez Ureña! Aquel hombre encorvado
    y pensativo, con su cara siempre melancólica. Perteneció a una
    raza de intelectuales hoy en extinción, un romántico a quien
    Alfonso Reyes llamó “testigo insobornable”, un hombre capaz
    de atravesar la ciudad en la noche para socorrer a un amigo. Y
    por esa noble concepción de la vida, por la comunión y el valor
    con que enfrentaba la desdicha, paradójicamente, junto a aquel
    intelectual de mi secundaria me viene a la memoria el rostro de
    mi hermano Humberto, aventurero que jamás realizó estudios
    superiores, pero que fue admirado y respetado por todos los
    que lo conocieron y que iban a consultarlo cuando se trataba de
    tomar una decisión difícil.
    Por eso, cuando la enfermedad de Humberto se agravó, me
    entristeció enormemente que se lo engañara diciéndole que era
    una simple infección, si en verdad todos sabíamos que se trataba de un terrible cáncer de estómago. Ese hombre, tan admirado por su rectitud y entereza, merecía saber y afrontar la verdad
    como solía hacerlo. Y entonces tomé la dura decisión de hablar
    con él.
    Jamás olvidaré el silencio; aquellos ojos bien abiertos parecieron divisar el fin, sin abatimiento, con esa serenidad que siempre lo había fortalecido. Encendió un cigarrillo. No lloramos.
    No debíamos hacerlo. Tampoco pudimos abrazarnos; aún nos
    pesaba sobre los hombros la mirada imperativa de nuestro padre





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    Ernesto Sábato (1911-2011) - Página 4 Empty Re: Ernesto Sábato (1911-2011)

    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:01





    ***
    Todos lloraron la pérdida de Humberto, alguien que había sido,
    como dijo durante el entierro uno de sus grandes amigos, “Nada menos que todo un hombre”.
    Sí, querido hermano, fuiste esa clase de hombres de la talla de
    Saint-Exupéry, quien luchó en su avión contra la tempestad,
    junto con su telegrafista, unidos en el silencio, por el peligro
    común pero también, por la esperanza. Esos hombres que levantaron su altar en medio de la mugre, con su camaradería
    ante el fracaso y la muerte.
    Los conflictivos años de mi secundaria, además del tiempo de
    dolorosas angustias, fueron también de importantes descubrimientos.
    El primer día de clase aconteció una portentosa revelación. En
    un banco no demasiado visible, asustado y solitario chico de un
    pueblo pampeano, vi a don Edelmiro Calvo, aindiado caballero
    de provincia, alto y de porte distinguido, demostrar con pulcritud el primer teorema. Quedé deslumbrado por ese mundo perfecto y límpido. No sabía aún que había descubierto el universo
    platónico, ajeno a los horrores de la condición humana; pero sí
    intuí que esos teoremas eran como majestuosas catedrales, bellas estatuas en medio de las derruidas torres de mi adolescencia.
    Para apaciguar el caos de mi alma volqué mis emociones y
    ansiedades en una serie de cuadernos, diarios, que quemé
    cuando fui más grande. Por la angustia en que vivía, busqué
    refugio en las matemáticas, en el arte y en la literatura, en
    grandes ficciones que me pusieron al resguardo en mundos
    remotos y pasados. De la biblioteca del colegio, tan vasta, y
    para mí inexplorada, aunque estaba sabiamente organizada, leí
    siempre a tumbos, empujado por mis simpatías, ansiedades e
    intuiciones.
    Recuerdo las bibliotecas de barrio fundadas por hombres pobres e idealistas que, con grandes esfuerzos, luego de todo un
    día de trabajo, aún tenían ánimo para atender cariñosamente a
    los chicos, ansiosos de fantasías y aventuras. Desde mi modesto cuartito de la calle 61, me embargaba hacia los mundos de
    Salgari y de Julio Verne; así como más tarde me recreé en las
    grandes creaciones del romanticismo alemán: Los bandidos de
    Schiller, Chateaubriand, el Goetz Von Berlichingen, Goethe y
    su inevitable Werther, y Rousseau. Con el tiempo descubrí a
    los nórdicos: Ibsen, Strinberg, y a los trágicos rusos que tanto
    me influyeron: Dostoievski, Tolstoi, Chejov, Gogol; hasta la
    aventura épica del Mío Cid y el entrañable andariego de La
    Mancha. Obras a las que una y otra vez he vuelto, como quien
    regresa a una tierra añorada en el exilio donde acontecieron
    hechos fundamentales de la existencia.




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    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:03

    ***
    Crimen y castigo, que a los quince años me había parecido una
    novela policial, luego la creí una extraordinaria novela psicológica, hasta finalmente desentrañar el fondo de la mayor novela
    que se haya escrito sobre el eterno problema de la culpa y la
    redención. Aún me veo debajo de las cobijas, devorando con
    avidez aquella obra en edición rústica, de doble o triple traducción. Aún me oigo reír por el desenfado y la encarnecida ironía
    con que Wilde desnudaba la hipocresía victoriana. O el temblor
    que sentía entre las páginas de Poe y sus maravillosos cuentos;
    o las paradojas de Chesterton y el misterioso Padre Brown.
    Con los años leí apasionadamente a los grandes escritores de
    todos los tiempos. He dedicado muchas horas a la lectura y
    siempre ha sido para mí una búsqueda febril.
    Nunca he sido un lector de obras completas y no me he guiado
    por ninguna clase de sistematización. Por el contrario, en medio de cada una de mis crisis he cambiado de rumbo, pero
    siempre me comporté frente a las obras supremas como si me
    adentrara en un texto sagrado; como si en cada oportunidad se
    me revelaran los hitos de un viaje iniciático. Las cicatrices que
    han dejado en mi alma atestiguan que de algo de eso se ha tratado. Las lecturas me han acompañado hasta el día de hoy,
    transformando mi vida gracias a esas verdades que sólo el gran
    arte puede atesorar.
    En la irremediable soledad de este amanecer escucho a
    Brahms, y siempre, por sus melancólicas trompas vuelvo a
    vislumbrar, tenue pero seguramente, los umbrales del Absoluto.
    Pienso en los tiempos en que Matilde aún podía caminar, apoyada en su bastón, cuando Gladys la traía al estudio y la sentaba a mi lado, sostenida entre almohadones. Yo ponía algo de
    Schubert, de Corelli, o de algún otro músico que tanto bien le
    hacía en momentos de tristeza. Escuchábamos la música mientras ella se iba adormeciendo, poco a poco, hasta quedar dormida, con la cabeza inclinada hacia un costado. Yo la contemplaba con los ojos humedecidos. Al cabo de un tiempo se despertaba y preguntaba: “¿Por qué no nos vamos a casa?”, con
    voz imperceptible. “Sí —le decía entonces— en seguida nos
    iremos.” Y con la ayuda de Gladys regresaba a su habitación.
    Recuerdo muy bien un día lejano de 1968, cuando viajamos
    con Matilde a la ciudad de Stuttgart, donde me entregarían un
    premio. Al llegar, peregrinamos —es la palabra adecuada, ya
    que era un momento de religioso respeto— a Tübingen, y entramos en el Seminario Evangélico, donde contemplamos emocionados el banco en el que se habían sentado el joven estudiante Schelling y su compañero Hegel. Permanecimos en silencio. Luego nos llegamos hasta la casita del carpintero Zimmer, donde durante treinta y seis años vivió loco Hölderlin,
    cariñosamente protegido por aquel humilde ser humano; uno de
    esos hechos absolutos que redimen a la humanidad. Desde la
    terrezuela miramos correr el río Neckar, como tantas veces lo
    habría contemplado aquel genio delirante.



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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 09:27

    ***


    Creo que más tarde recorrimos un tramo del Rhin que nos evocó un pasado de baladas, bardos, héroes, bandidos y leyendas:
    Rolando, que llega demasiado tarde a la isla de Nonnenwert,
    únicamente para saber que su amada, sin consuelo, había to-
    ______________
    28
    mado los hábitos, y Lohengrin, y el castillo de Cleves, imponentes y sombríos. En el lloviznoso atardecer de otoño, contemplamos los restos de los castillos feudales, las fortalezas en
    ruinas que presenciaron feroces combates, que guardaron horribles o bellos secretos de amores incestuosos, de soledades,
    de traiciones. Ahí estaba Die Feindlichen Bruder, los restos
    declinantes de las torres de los dos hermanos enemigos, y La
    Muralla de las Querellas. En lo alto de la montaña, hacia el
    naciente, las ruinas sombrías entre ráfagas de helada llovizna.
    Y también, La Torre de las Ratas, donde el obispo Hatto II,
    después de haber mandado quemar a los campesinos hambrientos, fue encerrado vivo en su torre, para ser devorado por esos
    horrendos bichos. Hasta que divisamos la aciaga garganta de
    Loreley, y miramos hacia arriba, hacia lo alto del promontorio
    que cae a pique sobre las aguas del río, como si aún quisiéramos entrever la silueta de la hechicera que llevaba a la muerte
    con su canto.
    Entonces, resucitando desde nuestra juventud, acudieron a mi
    memoria fragmentos de uno de aquellos lieder que mi alocada
    profesora de alemán trataba de grabarme con la música de
    Schumann, de Brahms, de Schubert. No los sé en el poco alemán que aprendí cuando tendría unos dieciocho años, pero sí
    recuerdo unos pocos versos que decían, más o menos
    Warum diese dunkien ahungen, mein herz?** ¿Por qué estos negros presagios, oh, corazón?

    Ruinas majestuosas aparecían ante los turistas, con sus cámaras
    y salchichas; como un heraldo que, después de penosas vicisi-
    tudes, con su vestimenta sucia y desgarrada tratara de transmitirnos un bello y patético mensaje, en medio de empujones,
    gritos y vulgaridades. Y lográndolo, a pesar de todo, merced al
    misterioso poder de la poesía
    Hacia los dieciséis años empecé a vincularme con grupos anarquistas y comunistas, porque nunca soporté la injusticia social,
    y porque algunos estudiantes eran hijos de obreros, de inmigrantes socialistas, con quienes nos debatíamos durante la noche en interminables discusiones, a veces violentas y en ocasiones fraternales, que solían durar hasta altas horas de la madrugada.
    Una de esas reuniones se hizo en la casa de Hilda Schiller, hija
    del geólogo alemán Walter Schiller. Ella había formado un
    grupo de chicas que llamó Atalanta, a las que aleccionaba desde el deporte hasta la historia y la literatura. Allí, una jovencita
    me escuchó con sus grandes ojos fijos, como si yo —pobre de
    mí— fuese una especie de divinidad. Aquella muchacha era
    Matilde.









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    (Hánjel)





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    Ernesto Sábato (1911-2011) - Página 4 Empty Re: Ernesto Sábato (1911-2011)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 09:28

    ***



    De ese tiempo, recuerdo las manifestaciones del Primero de
    Mayo, una conjunción de protesta y a la vez de profunda tristeza por los mártires de Chicago. Eterno funeral por modestos
    héroes, obreros que lucharon por ocho horas de trabajo y que
    luego fueron condenados a muerte: Albert Parsons, Adolf Fischer, George Engel, August Spies y Louis Lingg, el de veintitrés años que se mató haciendo estallar un tubito de fulminato
    de mercurio en la boca. Los cuatro restantes fueron ahorcados.
    Posteriormente, la investigación probó que eran inocentes de la
    bomba arrojada contra la policía. Estos obreros declararon estar
    orgullosos de su lucha por la justicia social y denunciaron a los
    jueces y al sistema del cual ellos eran típicos representantes.
    Hasta el último momento no renegaron de sus convicciones.
    Muchos años después, el gobernador reconoció la inocencia de
    estos hombres, y se levantó un monumento, la Tumba de los
    Mártires.
    También se organizaban entonces marchas por el general Sandino y por los nobles y valientes Sacco y Vanzetti. Las mani-
    festaciones congregaban a unos cien mil obreros y estudiantes,
    unos bajo la bandera roja de los socialistas, y los anarquistas
    bajo la bandera rojinegra. En todo el mundo se hicieron protestas en solidaridad por aquellos dos mártires del movimiento,
    condenados a muerte por un crimen que no cometieron. Al
    igual que con los obreros de Chicago, los tribunales norteamericanos debieron reconocer su inocencia. Hasta el momento
    mismo en que fueron salvajemente atados a la silla, declararon
    su inocencia. Murieron con coraje y dignidad. En una gran película que luego de un tiempo hicieron los norteamericanos con
    la intención de mostrar la verdad, aparece esta conmovedora
    carta que Vanzetti le escribió a su hijo:
    Querido hijo mío, he soñado con ustedes día y noche. No sabía
    si aún seguía vivo o estaba muerto. Hubiera querido abrazarlos a ti y a tu madre. Perdóname, hijo mío, por esta muerte
    injusta que tan pronto te deja sin padre. Hoy podrán asesinarnos, pero no podrán destruir nuestras ideas. Ellas quedarán
    para generaciones futuras, para los jóvenes como tú. Recuerda, hijo mío, la felicidad que sientes cuando juegas, no la acapares toda para ti. Trata de comprender con humildad al prójimo, ayuda a los débiles, consuela a quienes lloran. Ayuda a
    los perseguidos, a los oprimidos. Ellos serán tus mejores amigos. Adiós esposa mía. Hijo mío. Camaradas.
    BARTOLOMÉ VANZETTI
    Las discusiones y peleas entre anarquistas y marxistas eran
    frecuentes, pero así y todo, tuve compañeros de ambos lados
    con quienes hasta hoy —¡los que sobrevivimos!— tenemos
    largas conversaciones recordando aquellos años heroicos.
    Con cuánta emoción me viene a la memoria aquel tiempo en
    que inventaba —o descubría en el fondo de mi alma— a ese
    analfabeto Carlucho, uno de esos anarquistas infinitamente
    bondadosos que iban de pueblo en pueblo caminando, hasta
    llegar a alguna estancia donde se acostumbraba tener un catre
    para esos seres que predicaban en la noche, alrededor del fogón, lo hermoso que era el anarquismo. Y Carlucho, ese hombretón, que por causa de las torturas había perdido su fuerza,
    tuvo finalmente un kiosco donde le explicaba con torpes palabras a un chiquilín llamado Nacho, proveniente de una familia
    aristocrática, por qué era hermoso el anarquismo. Le contaba
    cómo los hombres encerraban a grandes e inocentes hipopótamos para servir de diversión a los chicos, lejos de sus praderas
    africanas, de sus bellísimos amaneceres y de su remota libertad.





    31
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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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