por Maria Lua Miér 21 Abr 2010, 11:55
52
Pensé pedirte la guirnalda de rosas de tu cuello, pero no me atreví. Y esperé la mañana, y cuando te fuiste,
tomé algunos pedacitos de flores de tu lecho. Y como una mendiga, buscaba por la aurora alguna hojita perdida.
¡Ay!, ¿y qué he encontrado?, ¿qué me queda de tu amor? ¡Ni flor, ni especias, ni frasco de perfume, sino tu espada terrible, destellante como una llama, pesada como el rayo!
La luz nueva de la mañana entra por la ventana y se tiende en tu lecho. El pájaro primero me pregunta piando:
"¿Qué encontraste, mujer?" ¡No, no es flor, ni especias, ni redoma de perfume, sino tu espada terrible!
Me siento a meditar, maravillada, en esta dádiva tuya. No sé dónde esconderla. Me da vergüenza ponérmela, tan débil como soy. Me duele cuando la aprieto contra mi pecho. Sin embargo, llevaré esta dádiva tuya, esta carga de dolor, en mi corazón.
Nada temeré en el mundo ya, y tú serás victorioso en todas mis luchas. Tú me has dado por compañera a la muerte,
y yo la coronaré con mi vida. ¡Aquí tengo tu espada para cortar mis ataduras! ¡Nada temeré ya en el mundo!
¡Lejos de mí, desde hoy, los adornos vanos! ¡Señor de mi corazón, ya no lloraré, ni desesperaré más por los rincones;
ya no seré nunca más tímida ni mimosa! ¡Me has dado, para adornarme, tu espada! ¡Lejos de mí, los adornos de muñeca!
53
¡Qué bella es tu pulsera encendida de estrellas, incrustada mágicamente con joyas de mil colores;
pero cuánto más bella es tu espada con su curva de relámpago, como las alas abiertas del pájaro divino de Vishnu,
cuando vuela tranquilo en la irritada luz roja del ocaso!
Se estremece como la última respuesta solitaria de la vida estática de dolor, al golpe decisivo de la muerte.
Brilla igual que la pura llama de la vida, cuando abrasa la impureza diaria en el destello furibundo.
¡Qué bella es tu pulsera encendida de estrellas! Pero tu espada, Señor del trueno, está forjada con belleza definitiva,
¡y es terrible a los ojos y al pensamiento!
54
Nada te pedí; ni siquiera te dije mi nombre al oído. Y cuando te despediste, me quedé silenciosa.
Yo estaba sola junto al pozo, donde caía la sombra oblicua del árbol. Las mujeres se volvían a sus casas
con sus cántaros morenos de barro rebosantes, y me gritaron: "¡Ven, que va a ser mediodía!".
Pero yo me retardaba lánguidamente, perdida en vagos pensamientos.
No oí tus pasos cuando venías. Cuando me miraste, tenías tristes los ojos; y con qué fatigada voz me dijiste bajo:
"¡Ay, qué sed tiene el pobre caminante!". Desperté sobresaltada de mis ensueños y eché agua de mi cántaro en tus palmas juntas...
Las hojas se rozaban sobre nuestras cabezas, el cuclillo cantaba desde la sombra invisible, y de la revuelta del camino
venía el perfume de las flores.
Cuando me preguntaste mi nombre, ¡me dio una vergüenza! Verdaderamente, ¿qué había hecho yo para merecer tu recuerdo?
Pero el recordar que yo pudiera quitarte tu sed con mi agua, se me ha quedado en el corazón,
y lo envolverá para siempre de su dulzura.
Ya pasó la mañana, el pájaro canta monótono, las hojas del árbol murmuran allá arriba. Y yo, sentada, pienso, pienso...
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