Con tu permiso Pascual
Biografía de Baldomero Fernández Moreno
Baldomero Fernández Moreno nace en Buenos Aires, el 15 de noviembre de 1886, de padres españoles. Gerardo Diego sintetiza magistralmente sus datos biográficos:
Nacimiento en Buenos Aires, educación en el campo y la ciudad españolas, maduración definitiva en su país y sangre española por los cuatro costados, no se dan sino excepcionalmente.
“Hay una primera travesía del Océano -nos dice en sus memorias- a los dos o tres años. Estaba escrito en las estrellas, sin duda, que toda la primera parte de mi vida había de ser viajera.” A los seis años vuelve a España. De ahí que su verso sea constante nostalgia de los otros paisajes, de aquella aldehuela española de Barcena del Cícero, provincia de Santander, a orillas del Cantábrico que asoma sus ojos de niño y cuyo abandono significa para él “la cortadura fundamental de su vida”.
Al regresar de España, se instala en un caserón de la avenida de Mayo, y, desde allí, desde un quinto piso, empieza a mirar, ver, observar y sentir su ciudad, “sin termino ni hartura”.
Para él que no tuvo “vereditas ni escuelitas porteñas”, Buenos Aires es la cárcel frente a la libre naturaleza, ciudad-selva, ciudad-laberinto, pero Baldomero sigue adelante, pues quiere descubrirla a su manera, quiere abrir con su llave la puerta inmensa de aquel reino:
La ciudad cobra, a veces, un aire misterioso,
pierde súbitamente colores y cristales,
y todo es un asfalto pérfido y aceitoso,
y una lúgubre danza de cirios fundamentales.
Las calles se prolongan hacia ignotas barriadas,
la arboleda tirita y arrecia el aguacero,
los rieles dibujan bridas abandonadas
y uno se hunde en su casa como en un agujero.
“Aspectos”, en Ciudad
Cuando en 1902 ingresa en el Colegio Nacional Central, Baldomero pasea su formalidad por las calles que lo rodean.
Cierta vez le preguntan:
Y tu, ¿Qué vas a ser?
Médico -respondía yo, sin saber lo que decía, pero comprometiéndome ya conmigo mismo y con los demás. A mí lo que me gustaba era leer, que me llevaran al teatro, mirar por el balcón, o pasarme las horas con mi caja de pinturas iluminando guerreros o poniendo colores uno al lado del otro por el placer de verlos vibrar y confundirse.
Y llega a ser médico -su diploma esta fechado en 1912-, pero con un corazón de “arquitecto callejero” que quiere “erguir sobre una cuartilla blanca un romance flexible, desnudo”, aunque tarda en darse cuenta de ello: “y me he quedado en poeta, / yo que empecé siendo médico”. Baldomero no sabe que hacer con su diploma de médico.
Cuando se instala en Chascomus y clava las chapas de su consultorio, advierte que quien vive allí es un poeta, “no por lo que había dicho, que no pasaba de tentativas, sino por su condición, por su trama espiritual”.
Allí brotaron sus poemas sentimentales, descriptivos, y allí también el poeta “empezaba a hombrearse y a enroscarse con el médico, con aire burlón y desafiante”. Pero, al llegar el invierno, Baldomero es herido por la soledad, el desengaño y la tristeza. Entonces, decide regresar a Buenos Aires junto con su familia:
Y a Buenos Aires volví, con mi portero negro, con mi perrazo blanco, y, naturalmente, con una gavilla de versos pampeanos, mi única cosecha [...]. Por lo menos estaría en mi ciudad, entre los míos, ya que los horizontes, y la campaña, y la carrera, no me servían para nada.
“Por lo menos estaba en mi ciudad...”, dice el poeta, y, con estas sencillas palabras nos abre todo su universo.
Si, el medico abandona pronto al poeta que quiere “correr, desprenderse de la tierra y volar”, que anhela que su canto “sea como el vuelo, que es música y pintura”.
En 1919 casa con Dalmira del Carmen Osornio, de la que tiene cinco hijos (dos mueren tempranamente). Sabe que debe empezar a vivir como los demás, pero no puede, pues su sensibilidad lo hace diferente de todos:
Yo me sentía con una levedad de pluma, con un no estar en contacto con mis semejantes sino por momentos, ligado por dos palabras o por el choque fugaz de dos manos.
Al parecer no me daba cuenta que aquello para mí era vivir. Y que un poeta en cuanto nace ya esta haciendo y que todo consiste en seguir haciendo eso mismo, es decir, una serie de poemas que luego se corrigen, y dan a que los cosan por ahí, y se olvidan. En ese sentido, que modo de vivir la verticalidad de la lluvia, la noche, la barra de oro del día, el espesor de la hoja. Eran indudablemente vividos por mí algo mas que lo que los vivían otros. Y no digo la lluvia, la noche, el día, la hora, sino el cartel amarillo que se marchitaba en una esquina, se despegaba y se caía. Y otras cosas del mismo jaez. Y no es que yo me creyera un poeta ni grande ni chico, sino el efecto volatilizador de las energías, así se cargue una tonelada de lirismo en las venas como un adarme. [...] Día ganado era día escrito. Día baldío era día estéril y en eso estribaba todo.
Y como es poeta y es fiel a su ciudad, sigue escudriñando sus rincones, sus tardes, su gente con ansias infinitas, “centuplicando en alas”:
Si casi no toco el suelo,
detenedme, que me vuelo.
Al fin y al cabo algo tenemos de palomas, dice Baldomero:
Rebelión del alma insumisa
Que quisiera dar un salto,
Del trampolín del asfalto
Hasta la ultima cornisa
“Detenme, que me vuelo”, en Ciudad
El vuelo y las alas son dos símbolos importantes en la poesía de Fernández Moreno, junto al de las calles. El poeta, por serlo, anhela mas que la libertad del hombre, no quiere limites para sembrar su alma. Paradójicamente, parece querer librarse de la libertad terrenal.
Hacia 1924, el catedrático de literatura, en escuelas secundarias reemplaza al médico. A partir de entonces, Fernández Moreno vive de sus sueños, de sus cátedras y de algunas colaboraciones de distintos diarios, hasta su muerte, ocurrida el 7 de julio de 1950.
Sin duda, el hecho esencial en su vida es haber nacido en Argentina y haber pasado su infancia en España. Los dos países dejan su huella honda. La ciudad nueva, la ciudad excitante, que sueña con tocar el cielo y que también se olvida de soñar, de encender una flor en la soledad oscura de sus setenta balcones, protege el recuerdo de la España lejana, donde un día aprendió el nombre de las cosas, donde balbuceó la primera oración de la Madre de Jesús, donde “hay tanto silencio, / que solo se oye la vida”
Su obra, “el canto de lo que es”
Su hijo Cesar determina tres etapas en su obra, aunque no las considera absolutas; cada una de ellas dura, aproximadamente, trece años, y sus caracteres se reflejan han todos sus libros:
Epoca sencillista (de 1910 a 1923): Propone la espontaneidad sentimental y tiene como escenario el campo. Los libros de esta época son: Las iniciales del Misal (1915), Intermedio Provinciano (1916), Ciudad (1917), Por el amor y por ella (1918), Campo Argentino (1919), Versos de Negrita (1920), Nuevos Poemas (1921), Mil novecientos veintidós (1922), Canto de amor, de luz, de agua (1922), El hogar en el campo (1923) y Aldea Española (1923). En 1921, Baldomero define su poesía como sintética y sencilla. Se halla entre el Modernismo y el vanguardismo. Extrae los temas de la realidad.
Epoca formal (de 1923 a 1937): opone, como antítesis, la virtud literaria y tiene como escenario la ciudad. Pertenecen a esta época: El hijo (1926), Poesía (1928), Ultimo cofre de Negrita (1929), Sonetos (1929), Cuadernillos de Verano (1931), Dos poemas (1935), Romances (1936) y Seguidillas (1936). Es un periodo de mayor preocupación literaria. El poeta enriquece su lengua. Se advierte cierto barroquismo. Extrae los temas de la experiencia urbana de la cultura superior.
Epoca sustancial (de 1937 a 1950): Sintetiza las anteriores, sentimiento y forma se presentan en su más perfecto desarrollo y ensamble. Tiene como escenario el barrio. En esta época aparecen: Continuación (1938), Buenos Aires: Ciudad-Pueblo-Campo (1941), San José de Flores (1943), La patria desconocida. Paginas de vida (prosa, 1943), La mariposa y la viga (prosa, 1947), y Parva (1949). Póstumos: Suplementos (1950) y Penumbra. Libro de Marcela (1951).
El amor por Buenos Aires
Fernández Moreno reconoce que el amor por su ciudad ya aparece en Las iniciales del Misal (1915); de ahí que esas páginas sean la fuente de su libro Ciudad (1917). En este nos dice: “Yo no termino con la ultima composición; se seguirá escribiendo mientras el poeta viva en su ciudad”. Y así es, pues en muchas de sus obras posteriores incluye poemas y aforismos sobre ese tema que lo apasiona. Leemos en La mariposa y la viga:
Hay instantes en que cesan todos los ruidos de la ciudad. Dos segundos de silencio impresionante que solo percibimos algunos elegidos
Dice Jorge Luis Borges que Ciudad es la “integra posesión de la urbe, total presencia de Buenos Aires en la poesía... Su visión no está vinculada a lo tradicional como la de Carriego; es la realidad de la vida, hecha directamente realidad de arte. Es libro desganado, varonil, orgulloso, tal vez perfecto”.
Sin duda, esta obra de 1917 -aunque de la época sencillista- posee esa difícil sencillez con la que trata de expresar lo más permanente a través de lo más circunstancial.
Nuestro poeta con amor indefinible cada hora de Buenos Aires, “con afán de sorprender lo oculto, de apoderarse del secreto que escapa a las miradas de los otros hombres temerosos del dolor y del análisis -como dice Antonio Espina-, mirando a todas partes, nada mas que mirando.
Gerardo Diego dice que el realismo de Fernández Moreno “se alza de pronto a la magia, al símbolo, a la emoción mas honda y pura de eternidad”.
En sus poemas aparece esa otra Buenos Aires, la lírica, la que se siente, la que se necesita, la que se espera, pero también la de ahora, la de todo nuestro tiempo, la que enreda el hoy en sus geometrías. Entonces, es lira y asfalto, “realidad real”, “verdad verdadera” que confunde, fatiga, aprisiona, cautiva:
Piedra, madera, asfalto
¡si me enterraran bajo el pavimento!
Piedra, madera, asfalto
¡Y en una calle del centro!
Piedra, madera, asfalto
Casi no estaría muerto
Piedra, madera, asfalto, “Ciudad”
La soledad que hace tan fecundo al poeta, “como un campo labrado de contino”, transformada en poesía las calles -soñados caminos-, las plazas, los cafés, con su sencilla ancianidad sin tiempo; al canillita, “ese heraldo gangoso”, como lo llama Evaristo Carriego, que pregona el mundo con la madrugada en los ojos: “el mundo gris de las azoteas”, el terreno baldío, los paraísos, a los que “debió oler el mundo / cuando Dios le imprimió su primer giro”; el obelisco, “índice, surtidor, llama, palmera”; los navíos del Riachuelo, los avisos “archirradiantes” que se abren como las flores “contra el asombro del cielo”.
Con “una estrella de aventura en los ojos” el poeta dice “en voz alta” sus versos para que solo los oiga si ciudad, esa “paradojal ermita para el soliloquio lírico”. Son para ella. Esa es su ofrenda:
¡Mira que te soy fiel, oh ciudad mía!
Otra vez en la calle como antes,
silenciosos mis pasos o sonantes
conforme a mi tristeza o mi alegría
Bajo el sol empolvado de tu día,
bajo tus crudos focos centelleantes,
entre el bullicio de tus habitantes,
estoy buscando algo todavía.
“Fidelidad”, en Ciudad
Sencilla y cabalmente Fernández Moreno
Borges le atribuye a nuestro poeta la “percepción genial del mundo exterior”; y Lugones, el “don sutilísimo de observación instantánea”.
Campos de mi provincia en el estío.
Infinitos, monótonos, iguales,
Carretadas de pastos naturales
Mas el alambre tenso de algún río.
“Campos de mi provincia”,
en Campo argentino
Dice Lisandro Zia que en 1918 “la poesía argentina se acartonaba en el almidón de un vago y postrer rubenismo [...] La figura de Fernández Moreno fue, forzosamente, una figura renovadora, que al pasearse, sola y original, por el perímetro urbano de nuestro distrito poético, dio personería literaria a una selección de motivos inéditos...” Y Alfonsina Storni, cuyo primer libro se publica en 1916, aclara que cuando ella comienza a escribir, “se advierten los últimos resplandores de Ruben Darío. Fernández Moreno les pasaba el borrador”.
Sin duda, Baldomero reacciona contra el postrer “rubenismo” y capta con originalidad la poesía de la vida concreta. Mira a su alrededor, no mira lejos. Despoja de adornos su verso y exalta nuevos temas: sucesos de la vida diaria, memorias, viajes ciudades, caminos, aldeas, vías abandonadas.
Francisco Luis Bernandez, otro de nuestros poetas, define a Baldomero como la “conducta estética que, en cierta manera, constituía una preparación para el gran golpe de las novísimas vanguardias”. No podemos señalar su filiación con una determinada tendencia literaria. “Multiforme poeta” -como lo llamaba su hijo Cesar-, debemos ubicarlo en una generación intermedia entre el Modernismo y el vanguardismo. Es poeta de transición, pero no es de esto lo que le asigna un lugar en nuestras letras, sino su personalidad, su manera original de sentir y de hacer.
La vida es poesía en la obra de Baldomero, porque es creación constante. Es poeta, porque ve, mas que a los seres y a las cosas, su eternidad, su alma porque sublima lo trivial, porque engarza en palabras sus sueños, los pequeños paraísos de cada día.
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Setenta balcones y ninguna flor
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Setenta balcones y ninguna flor
"Setenta balcones hay en esta casa,
setenta balcones y ninguna flor...
¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?
¿Odian el perfume, odian el color?
La piedra desnuda de tristeza agobia,
¡dan una tristeza los negros balcones!
¿No hay en esta casa una niña novia?
¿No hay ningún poeta lleno de ilusiones?
¿Ninguno desea ver tras los cristales
una diminuta copia de jardín?
¿En la piedra blanca trepar los rosales,
en los hierros negros abrirse un jazmín?
Si no aman las plantas no amarán el ave,
no sabrán de música, de rimas, de amor.
Nunca se oirá un beso, jamás se oirá un clave...
¡Setenta balcones y ninguna flor!
[Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]Espero disfruteis a Baldomero F. Moreno tanto como yo
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