LA PROMESA -final
El escudero se enjugó una lágrima que corría por su mejilla. Creyendo loco a su señor, no insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas y se limitó a decirle con voz conmovida:
-Venid, salgamos un momento de la tienda. Acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras sienes, calmando ese incomprensible dolor para el que no hallo palabras de consuelo.
IV
El real de los cristianos se extendía por todo el campo de Guadaira hasta tocar en la margen izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real, y destacándose en el luminoso horizonte, se hallaban los muros de Sevilla, flanqueados de torres almenadas y fuertes. Por encima de la corona de almenas rebosaba la verdura de los mil jardines moriscos de la ciudad, y entre las oscura manchas del follaje lucían los miradores blancos como la nieve, los minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya sobre cuyo aéreo pretil lanzaban chispas de luz, heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro que desde el campo de los cristianos parecían cuatro llamas.
La empresa de don Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de la época, había traído a su alrededor a los más célebres guerreros de los reinos de la Península, no faltando algunos que de países extraños y distantes vinieran también, llamados por la fama, a unir sus esfuerzos a los del santo rey.
Tendidas a lo largo de la llanura, mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas y colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con escudos partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas, y otras cien y cien figuras o símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños. Por entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones multitud de soldados, que, hablando dialectos diversos y vestido cada cual al uso de su país y cada cual armado a su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.
Aquí descansaban algunos señores de las fatigas del combate, sentados en escaños de alerce a las puertas de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes les escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de ocio para aderezar y componer sus armas rotas; más allá cubrían de saetas en blanco los más expertos ballesteros de la hueste, entre las aclamaciones de la multitud, y el rumor de los atambores, el clamor de las trompetas, las voces de los mercaderes ambulantes, el golpear del hierro contra el hierro, los cánticos de los juglares y los gritos de los farautes, llenando los aires de mil y mil discordes, prestaban a aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación imposible de pintar con palabras.
El conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los animados grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto hiriese su vista ni llegase a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, a la manera de un sonámbulo cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya.
Próximo a la tienda del rey, y en medio de un gran corro de soldados, pajecillos y gente menuda que le escuchaban con la boca abierta, había un extraño personaje, mitad romero, mitad juglar, que ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclaba en su interminable relación chistes capaces de poner colorado a un ballestero, historias de amores de amores picarescos y leyendas de santos.
En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de Santiago; cédulas en palabras que él decía ser hebraicas, las que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos; evangelios cosidos en bolsas de brocatel; secretos para hacerse amar de todas las mujeres; reliquias de los santos patronos de todos los lugares de España; joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas de alquimia, de vidrio y de plomo.
Cuando el conde llegó cerca del grupo que formaban el romero y sus admiradores, comenzó éste a templar una especie de bandolina o guzla árabe con que se acompañaba en la relación de sus romances. Después que hubo estirado bien las cuerdas, una tras otra y con mucha calma, mientras su acompañante daba la vuelta al corro sacando los últimos cornados de la flaca escarcela de los oyentes, el romero comenzó a cantar con voz gangosa y con aire monótono y plañidero un romance que siempre terminaba con el mismo estribillo. El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia respondía en todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo. Según había anunciado el cantante antes de comenzar, el romance se titulaba “Romance de la mano muerta”
Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio, pero el conde, con lo ojos fijos en el juglar, permaneció inmóvil escuchando está cántiga:
I
La niña tiene un amante
que escudero se decía.
El escudero le anuncia
que a la guerra se partía
“Te vas y acaso no tornes”
“Tornaré por vida mía”
Mientras el amante jura,
diz que el viento repetía:
¡Malaya quien en promesas
de hombre fía!
II
El conde, con la mesnada,
de su castillo salía.
Ella, que le ha conocido,
con gran aflicción gemía:
“¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva la honra mía!”
Mientras la cuitada llora,
diz que el viento repetía:
¡Malaya quien en promesas
de hombre fía!
III
Su hermano, que estaba allí,
estas palabras oía.
“Nos has deshonrado”, dice.
“Me juró que tornaría”
“No te encontrará, si torna,
donde encontrarte solía”
Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Malaya quien en promesas
de hombre fía!
IV
Muerta la llevan al soto;
la han enterrado en la umbría,
por más tierra que le echaban
la mano no le cubría:
la mano donde un anillo
que le dio el conde tenía.
De noche, sobre la tumba,
diz que el viento repetía:
¡Malaya quien en promesas
de hombre fía!
Apenas el cantor había terminado la última estrofa, cuando rompiendo el muro de curiosos que se apartaban con respeto al reconocerle, el conde llegó adonde se encontraba el romero y, cogiéndole con fuerza del brazo, le preguntó con voz baja y convulsa:
-¿De qué tierra eres?
-De tierra de Soria –le respondió éste sin alterarse.
-¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿A quién se refiere la historia que cuentas? –volvió a exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de emoción más profunda.
-Señor –dijo el romero, clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable –esta cántiga la repiten de unos en otros los aldeanos de Gómara, y se refiere a una desdichada cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios de Dios han permitido que al enterrarla quedase siempre fuera de la sepultura la mano en que su amante le puso un anillo al hacerle una promesa. Vos sabréis, quizá, a quien toca cumplirla.
V
En un lugarejo miserable que se encuentra al lado del camino que conduce a Gómara, he visto no hace mucho el sitio donde se asegura tuvo lugar la extraña ceremonia del casamiento del conde.
Después que éste, arrodillado sobre la humilde fosa, estrechó en la suya la mano de Margarita y un sacerdote autorizado por el papa bendijo la lúgubre unión, es fama que cesó el prodigio y la "mano muerta" se hundió para siempre.
Al pie de unos árboles añosos y corpulentos hay un pedacito de prado que al llegar la primavera se cubre espontáneamente de flores. La gente del país dice que allá está enterrada Margarita.
G. Adolfo Bécquer
Última edición por HELENA el 19.09.09 10:30, editado 1 vez
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