Pistas
Tal vez una sensibilidad mayor al frío, deseos de volver antes a casa. Cierta demora en abrir el paquete de libros esperado, que ha traído el cartero. Indecisión: ¿voy al cine o no? De los tres empleos de tu noche no escogerás ninguno. Quizás cierta mirada, más seria, no ardiente, que posas sobre los objetos, y ellos la entienden. O al menos supones que es así. Son fieles, los objetos de tu despacho. La pluma roja. Te niegas a cambiarla por esa que guarda el último secreto químico, la tinta inmortal.
Ciertas manchas en la mesa que no sabes si el tiempo, la madera o el polvo trajeron consigo. La conoces bien, tu mesa. Cartas, artículos, poemas salieron de ella, de ti. De la dura sustancia, de la calma, de la selva abandonada llegaron las palabras que encontraste y juntaste, para repartirlas. La mano acaricia la aspereza. El barniz que se fue. No. Es el árbol que regresa. El camino que se vuelve. Minas que acecha y espera, largamente espera tu regreso sordo.
La mesa se vuelve leve, y en ella viajas por aires de paciencia, acuerdo, resignación. Mirad la mesa que huye, no la toquéis. Es la mesa voladora, de sus cajones saltan papeles oscuros, por fin los secretos liberados sobre la tierra metálica se esparcen, se amortajan y se callan. De nuevo aquí, menudo territorio civil, sin sueños.
Como presintiendo que un día se vacían los cuartos, se limpian las paredes, se detiene un camión y descienden los porteadores y en el libro municipal se cancela un registro, miras hondamente el borde de cada cosa, el color de cada lado de los objetos familiares. La familia es pues un orden de muebles, suma de líneas, volúmenes, superficies.
Y son puertas, llaves, platos, camas, paquetes olvidados, también un pasillo, y el espacio entre el armario y la pared donde se deposita cierta porción de silencio, polillas y polvo que de tarde en tarde se retira… e insiste. Desde luego faltan muchas explicaciones, sería difícil comprender, incluso al cabo de mucho tiempo, por qué un gesto se abrió, otro se frustró, tantos se esbozaron, como sería imposible guardar todas las voces oídas a la hora de comer, en la cena, en la pausa de la noche, un año, y después otro, y otros y aún otros, todas las voces oídas en la casa durante quince años.
Mientras tanto, deben de estar en alguna parte: se acumularon, consumieron peldaños, invadieron tuberías, llenaron viejos papeles, perdieron la fuerza, el calor, existen hoy en subterráneos, unas en la memoria, otras en la arcilla del sueño. ¿Cómo saberlo? Al principio parece desierto, como si nada quedase, y un río corriera por tu casa, absorbiéndolo todo.
Las sábanas amarillean, las corbatas se desgastan, la barba crece, cae, los dientes caen, los brazos caen, caen partículas de comida de un tenedor dubitativo, las cosas caen, caen, caen, y el cielo está limpio, pulcro. Las personas se acuestan, son transportadas, desaparecen, y todo está pulcro, salvo tu rostro inclinado sobre la mesa; y del todo inmóvil.
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